lunes, 29 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (10)

          El ruido de la puerta del taller le sorprendió  e hizo que volviese el rostro en aquella dirección: era Jenny.
         -¡Ah, hola Jenny! -saludó Edouard-, y, ¿Jean? – preguntó-. No puedo creer que te haya dejado sola ni un instante.
          -Buenas tardes Edouard. Estoy citada aquí con él, pero creo que me he adelantado. Tenía que ir a resolver un asunto familiar. Bueno así puedo admirar vuestra pintura.
         -La de Jean no creo -ironizó Edouard-, los últimos días se le ha visto poco por aquí; no sé dónde habrá estado metido. Sus pinceles y su paleta están allí arrinconados, llorando su ausencia. Supongo que tendrá poderosas razones para haber abandonado su trabajo -añadió mientras que con el rostro hacía una mueca de complicidad hacia la muchacha.
         -Le amo es el hombre más maravilloso que he conocido. Siento una enorme felicidad cuando estoy junto a él  -dijo sonriendo.
         -Sí debes estar enamorada, pocas veces he visto esa dicha en tu cara.
         -¿Y, Victorine?  -preguntó Jenny mirando alrededor del taller.
         -Ha salido. Mejor dicho, ha huido de mí. Debo de ser un sátiro a sus ojos  -respondió el pintor mientras limpiaba sus manos sucias de óleo en un trapo que colgaba de un extremo del lienzo en el que la imagen de Victorine parecía llenar toda la estancia-. Pero me ha dejado su recuerdo y su belleza en este lienzo. La he ofendido, Jenny. No creo que vuelva más. Menos mal que tengo bocetos para terminar la obra y su rostro no ha de olvidárseme nunca; lo tengo en la cabeza. No hay problema.
         -Perdóname, Edouard, nos conocemos desde hace poco tiempo, pero, ¿de veras es lo único que te importa de Victorine? ¿ No te preocupa el que quizá no vuelvas a verla?
         -Yo no estoy enamorado de ella como pareces estarlo tú de Jean. Lo pasamos bien, nos divertimos, trabaja para mí en este taller; pero nada más. Lo siento si ella se ha hecho alguna ilusión conmigo, pero más siento no habérselo podido decir, no me ha dado ocasión, y, tal vez ahora sea demasiado tarde.
         Edouard se quedó mirando al techo del taller, como buscando allí solución; pero no la encontró. Sabía, sin duda, que no la hallaría. La culpa era sólo suya. Había menospreciado a aquella mujer que justo antes de que todo terminase le había dado una lección que  tardaría en olvidar, pero su orgullo no le permitía en esos momentos reconocerlo abiertamente. Se levantó lentamente del taburete y dejó deslizar la paleta y los pinceles sobre la mesa de trabajo;  suspiró y se acercó hacia donde Jenny se encontraba. Miró a la joven, examinándola, a los ojos. Era su forma de ver las cosas, poseyéndolas. Plasmaba lo real en sus cuadros, sin concesiones al academicismo;  era así como observaba su mundo, y en él a las personas.
         -Edouard -comentó Jenny-, si no fueras el mejor amigo de Jean, juraría que tu mirada se me hace insinuante. Pero él ya me avisó de lo impulsivo que eres a veces. Te conoce bien. Siempre me dice que eres un gran pintor porque no se escapa detalle alguno a tu mirada. Que no te quedas en lo superficial de las cosas ni de las personas, que siempre ves más que el resto. Pero para quien no te conozca a fondo, tu mirada puede hacer daño.
        -Ah, Jean, mi buen Jean. Sí me conoce bien. Tanto como yo a él. Hemos pasado muy buenos momentos juntos. Bueno, hasta que te conoció; ahora casi no lo veo -añadió con una ligera sonrisa-. ¡Ah, “les femmes”! -y soltó una carcajada.
         -Y dices que has quedado aquí con él.
         -Sí, creo haberte dicho que tenía que resolver un problema familiar. Vendrá a buscarme e iremos todos, supongo, al Guerbois -respondió la muchacha-. Sigo trabajando allí.
        -Si se trata de algún asunto de la familia creo que Jean se retrasará. No corren buenos tiempos para la aristocracia.
        -¿Aristocracia? -dijo sorprendida Jenny.
        -¿No me digas que ignorabas que Jean tiene un pasado nobiliario? -Se sorprendió ahora Edouard.
        -Había oído comentar que Jean era un aristócrata, pero siempre pensé que lo decíais en plan cariñoso y debido a su impecable manera de vestir y a su forma tan caballerosa de comportarse. Nunca utiliza palabras soeces en sus conversaciones y toda su actitud denota una correcta educación; pero de ahí a pensar que realmente procede de la nobleza. Verdaderamente nunca lo hubiera supuesto. Creí que era una más de tus invenciones.
        -Los Guillemet, mi querida señorita, a finales del dieciocho estaban al lado mismo de la realeza. Por eso, seguramente, les tocó una caída tan rápida al llegar la revolución. Alguno de los ascendientes de Jean pagaron con la vida su condición de nobles. La Primera y Segunda República no hicieron más que ahondar su decadencia. Ahora con la llegada del Emperador las cosas parece que van cambiando positivamente para su familia. Napoleón lleva casi una década abandonando, paulatinamente, su gobierno de autoritarismo y ensayando la restauración de un régimen más liberal. La familia Guillemet podría reclamar algunas de sus propiedades incautadas, y quizá les devuelvan algunos de sus privilegios perdidos. Nunca será como antes, pero podrían llegar tiempos mejores  para ellos.
       -Pero eso -balbuceó ligeramente  Jenny-, podría ser maravilloso para Jean.
       -Sí, pero también se corre un grave peligro. Las turbas podrían volver a tomar las calles ante los aires de libertad y proclamar la Tercera República. Al menos es lo que se escucha estos días en mentideros como los del Café Bade o el Guerbois sin ir más lejos. Mientras tú tocas el violín, inhibida totalmente de cuanto te rodea, las gentes comentan cuanto te digo y a veces parece observarse hasta ciertos aires de maquinación. La verdad es que estamos ante  situaciones difíciles. ¡Pero cuándo no lo han sido! –añadió Edouard tras un largo suspiro-. Dejémoslo. El tiempo, ese soberano señor que quita y pone razones, colocará a cada uno en su lugar.
        -Comentaste al entrar que querías ver nuestras obras –dijo Edouard cogiendo a Jenny de la mano y llevándola hacia los lienzos almacenados en el taller-. Te enseñaré algunas de las mías. Me parece más correcto que sea Jean quien te muestre las suyas.
(Continuará 10)

martes, 23 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (9)

        Edouard Manet fijó su mirada en los oscuros ojos de Victorine. La joven se encontraba recostada sobre la cama, completamente desnuda; únicamente una gargantilla adornaba su hermoso cuello. Su brazo derecho se apoyaba sobre un mullido cojín de terciopelo blanco, mientras que el izquierdo, a lo largo de su cuerpo, llevaba su mano insinuante hasta cerca del pubis.  Pero su mirada parecía ajena a su desnudez, y se fijaba allí donde el pintor le había ordenado: sus ojos. Era la intensidad de esa mirada la que había estado buscando Manet; la modelo miraba fijamente al hombre.  Las miradas se cruzaban, lasciva la de él,  fría y distante la de ella. El cuerpo hermoso de la muchacha parecía haber sido esculpido por algún artista del renacimiento italiano. Sus formas rotundas, turgentes, sus firmes pechos, sus largas piernas. Toda ella invitaba a ser admirada.  Y esto era justamente lo que Edouard hacía. No obstante, a Manet le faltaba algo en su obra, quizá una especie de homenaje hacia su diosa,  y encontró en la naturaleza, como tantas veces, lo que buscaba:  el homenaje a través de un lujuriante ramillete de flores que le traería una sirvienta de tez negra.
        -Edouard -protestó Victorine-, creo que este cuadro no lo vas a terminar nunca. No cesas de mirarme, pero no veo que te dediques a pintar de una manera continuada. Me canso en esta postura y más si no te veo trabajar.
        -¡Ay criatura¡ -suspiró Edouard-, a veces viendo tu hermosura me olvido de ser pintor. Me gustaría abalanzarme sobre ti ahora mismo. Pero dejémoslo para más tarde y demos cumplimiento a aquello para lo que el destino nos ha creado: pintemos -añadió con teatralidad mientras levantaba el pincel hacia el techo del taller.
        Victorine sonrió, pero una mueca de cierto desagrado se fijo en su rostro.
        -Edouard a veces pienso que te burlas de mí, que no me quieres; que sólo te interesa mi cuerpo. Al menos nunca me dices que me amas y me gustaría oírlo. Las mujeres necesitamos de estos pequeños detalles. Tú eres un artista y esa sensibilidad deberías mostrarla hacia mí de vez en cuando, ¿no crees?.
        -Carpem Diem  muchacha. Aprovecha el momento.
        -¡No me hables en inglés!,  Edouard. Sabes que no conozco ese idioma.
        -Ya, ya veo que no lo conoces. Pero qué quieres de mí. No estás bien a mi lado. Nos divertimos, hacemos el amor, somos admirados por los demás. ¿No te fijas cómo te miran mis amigos? Estoy celoso de tu cuerpo. ¿Qué más puedo darte? Tienes mi compañía.  Soy tu refugio. ¿Qué más quieres?
         -Justo lo que no me das. Yo también estoy celosa. Celosa de todas las mujeres que te rodean: de Berthe, de Suzanne, de Eva, de Henriette. Sí ya sé que también son modelos; pero a mí, Edouard, siento que a mí me tratas como a una cortesana cuando me presentas a tus amistades. Nunca encuentro ternura en tu voz, ni apasionamiento por verme feliz. Desearía que me dijeras, con palabras o con hechos, que me quieres, que deseas que sea tuya para toda la vida.
         -¿Para toda la vida? -protestó Edouard-. ¿Pero de  verdad crees que hay alguien en este mundo que  ame toda la vida?  Jamás he tratado de que te sintieras una cortesana. Eso lo dejo para los demás cuando te ven en mis lienzos. Estoy seguro que así lo interpretan, los muy necios. Pero es porque no van más allá de lo previsto, de lo predeterminado. Estoy hablándote de pintura,  no de mi interés por ti -vociferó Edouard al observar el rostro de la muchacha-. En cuanto a Suzanne, te lo he explicado más de una vez. Al menos ella no me increpa con insinuaciones infundadas. Tal vez me case con  ella algún día si eso sirve para que tengas razón -añadió irónicamente-. Y, ¿qué pasa con Berthe? Pero vamos a ver: ¿Tú no has observado el número de veces que acude al estudio mi hermano Eugène?  ¡Está enamorado de Berthe! ¿Dónde estabas el día que tocó repartir feminidad entre las mujeres?, o, ¿el sentido común? -añadió  tras una leve pausa al ver el semblante de la joven.
        -Sí, ya sé que no estoy a tu altura, ni a la de tus amigos. Ése es tu mundo, no el mío. Vosotros lo tenéis todo: sois cultos, no os falta el dinero, os relacionáis con el mundo de las clases altas. Yo, por el contrario, vengo de abajo. Valgo poco, es cierto, pero nadie me ha regalado nada. Tengo belleza, eso es todo. Pero un hombre como tú debe saber que las personas como yo también cuentan, que todos conformamos este mundo y que tenemos derecho a ser parte de él y de vivir en él, sin que seamos menospreciadas por los de tu clase. Me pregunto el porqué de las cosas. Por qué ha de tener más valor el talento que la belleza, o la inteligencia que la fuerza. Dios o quien haya sido nos ha puesto en esta tierra con nuestras virtudes y defectos pero en ningún lugar ha quedado escrito que ciertas cosas valgan más que otras; y el que piense lo contrario es un mezquino. Son los débiles los que han creado las normas, para que los fuertes no abusen de ellos.
        Edouard estaba entusiasmado, jamás pensó que Victorine fuera capaz de soltar aquella avalancha de palabras seguidas. Y sin embargo allí estaba aquella mujer, desnuda e indefensa,  ahora sentada en el borde la cama, con la mirada fija en él y con una expresión de ira en sus ojos.
        -¡Bravo! -espetó dando sonoras palmadas-. Todo un carácter, Victorine. Es ese fuego el que busco en ti. Esa mirada. Esa sensación de tirantez en todo tu cuerpo.
         -¡Bravo! - gritó de nuevo mientas sonreía y se acercaba hacia ella.
         Ella le dio la espalda, se echó un chal sobre los hombros y salió corriendo de la habitación.
          La contempló en su huida, sabía que le había ofendido, pero no hizo nada por retenerla, se quedó de pie unos segundos, solo con su mundo, y regresó a la banqueta tras el lienzo.
          La atmósfera del taller era un matraz  en donde se mezclaban los olores del óleo de la paleta del pintor, el tabaco de su inseparable pipa, el perfume que el cuerpo de Victorine había regalado en su desnudez y la combustión del  gas de las lámparas dispuestas sobre las telas. Los lienzos, algunos de grandes dimensiones, se amontonaban en el taller. La mayoría de ellos relataban la vida y costumbres de la sociedad parisina y se hallaban contra la pared como si Manet hubiera deseado castigar a esta sociedad que tanto le negaba.  Cerró los ojos y experimentó el placer de la soledad que en ocasiones tanto echaba de menos. Su vida siempre transcurría entre prisas. Ahora sin embargo se encontraba en una extraña paz, que le resultó cuando menos incómoda,  puesto que en su cabeza bullía la agria discusión mantenida con Victorine. Pero pudo más el sosiego que sentía, quizá por eso no hizo nada por detener a la modelo, que ya vestida, abandonó el taller lentamente como esperando que él la retuviera.
         El silencio se instaló en el taller. Edouard miró el lienzo y recordó las palabras de la modelo cuando le acusó de tratarla como a una cortesana, y no pudo por más que sonreír. Efectivamente su pincel la había representado como una joven cortesana que, desnuda en su cama, recibe el obsequio  del lujuriante ramo de flores que le ofrece su sirvienta. Todo el cuadro estaba tratado con firmeza y con una amable luminosidad de tonos sonrosados, en contraste con el color de la sirvienta y la oscuridad del fondo del cuadro. Manet, a solas con sus pensamientos, recordó las Venus de Tiziano y de Velázquez, y comprobó con agrado que él había conseguido, al menos así lo creyó, reducir el empaque de la representación de las diosas de sus maestros, al simple  talante de las mujeres mortales en el cuerpo de Victorine.
(Continuará 9)

jueves, 18 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (8)

        El olor a café recién hecho llena la pequeña vivienda y el aroma logra despertar a Jean, al que la incomodidad del sofá le ha producido un fuerte dolor en la espalda. Se levanta protegiéndose los riñones con las manos abiertas mientras pretende mitigar el dolor con un ligero masaje a través de su ropa. Al estirar el cuerpo siente un ligero alivio y es entonces cuando se percata de la presencia de Jenny en la pequeña cocina anexa a la habitación  donde han pasado la noche. La ve de pie, preparando dos tazas de café y ésta simple visión le reconforta; ahora sabe, sin duda alguna, que ama a esa mujer más que a su propia vida. Se acerca a ella por la espalda y le toma del talle. Jenny que ha presentido su presencia se deja llevar una vez más por los sentidos y echa su cabeza hacia atrás buscando el pecho de Jean. La posición la reconforta; desearía quedarse en esa postura pero sabe que tarde o temprano deberá contar a Jean la verdad, su verdad¸ aunque es consciente de que ambas son la misma cosa. Jean, ajeno a los pensamientos de la muchacha, hunde su rostro entre los cabellos de ella y una mezcla de albahaca y café le envuelven y se sorprende a sí mismo cerrando los ojos y tratando de tatarear una de las melodías que ha escuchado a Jenny en el Guerbois.
        -¿Qué canturreas? -le dice Jenny volviéndose-. Espero que pintes mejor; desentonas.
         Y ríe, como hacía tiempo que no reía.
         -Ven, vamos a desayunar. He preparado café y unas tostadas, es todo cuanto puedo ofrecerte.
        -Creo que  puedes ofrecerme mucho más -replica Jean tratando de abrazarla.
        Ella se escabulle mientras sigue riendo y se dirige hacia la mesa de la salita  donde posa una bandeja con las tazas de café. El café humea. Jenny se lleva a los labios la taza y  levanta la vista para fijarse en los ojos de Jean.
        -Jean,  he de decirte algo importante, al menos para mí –comenta en un susurro.
        -Jenny nada te he pedido. Te quiero como eres. No es necesario que me des ninguna explicación. Me dolería mucho que sufrieses por ello.
        -Pero yo quiero dártela, Jean. Me sentiré mejor al hacerlo.
        -Verás Jean -comenzó balbuciendo la muchacha-, hace unos meses no hubieras querido nada de mí.
        -Eso debería decidirlo yo, ¿no crees?  Pero sigue, te escucho si es  tu deseo.
        -Conocí a un hombre -comenzó diciendo mientras humedecía los labios en la taza de café-. A un violinista. Se llamaba Francois, Francois Maître.
         Jenny calló, fue pronunciar el nombre de Francois y agolparse en su memoria todos los recuerdos de aquel hombre. Su rostro palideció y sus manos parecieron temblar en torno a la taza de café, pero estaba decidida a continuar, y la mirada sincera de Jean le ayudò en aquellos momentos a sobreponerse. Sabía que Jean la amaba, pero, ¿no había pensado lo mismo de Francois hacía poco tiempo? Sus dudas golpeaban su alma y sus ojos trataban de escudriñar en el rostro de su amado un atisbo de falta de sinceridad, pero no lo halló. El rostro de Jean la revelaba un amor infinito. De sus ojos se desprendía que ansiaba que Jenny desnudase todo aquello que le atormentaba.
        -Francois -prosiguió Jenny-, fue mi maestro de violín. Su forma de tocar me sedujo. Sus clases me transportaban a un mundo irreal. Me sentía etérea en aquella época. Y me enamoré. Él era mucho mayor, pero poco importaba; mi mente sólo parecía estar para su música y sus manos. Y él se aprovechó de mi amor e inocencia. Vivimos juntos una temporada y durante este tiempo lo compartimos todo; o al menos eso creía yo.
        Jenny, avergonzada, dejó de mirar a Jean. Sus ojos vagaron unos instantes por la habitación. Volaron de la imagen de un pequeño cuadro a la ventana; allí se detuvieron  buscando una salida, pero no la hallaron, y siguieron su camino fijándose en una silla, en el quinqué de la luz, en una cortina y por fin regresaron a su destino: los ojos de Jean. Éstos habían permanecido inmóviles observándolo todo pero sin expresar confusión alguna, y es que en el fondo del corazón del pintor sus sentimientos hacia Jenny eran muy superiores a cualquier desastre que pudiera acarrearle las palabras de la muchacha.
       -Mi familia no lo entendió -añadió Jenny-. Mi padre no ha vuelto a querer saber nada de mí, y eso que siempre creí que yo para él lo era todo; y en cuanto a mi madre venía a verme sin que mi padre se enterara, menos veces de lo que ambas hubiéramos deseado, pero al fin teníamos cierto contacto.
       -No lo veo tan grave -la interrumpió Jean-. Ahora esa historia ha acabado, tan sólo te resta hacer las paces con tu padre.
        -Espera Jean, no te precipites, aún no he terminado. Me quedé embarazada de Francois.
        Jean calló. Empezaba a entender a la muchacha y a comprender su turbación, pero en lo más íntimo de su ser, allí donde nadie puede arrebatarte tus pensamientos más sinceros,  la amaba de manera más intensa.
       -Y Francois, aquel hombre al que tanto quería. Aquel hombre que lograba con la delicadeza de su música transportarme a mundos de ensueño, aquel hombre que poseía unos dedos que siempre me habían acariciado con ternura, como si mi cuerpo formara parte o fuera una continuación de su violín. Aquel hombre afable, cariñoso, sensible... aquel hombre me abandonó. Y me dejó sola, como jamás lo había estado nunca. No supe reaccionar.  Francois había desaparecido sin dejar rastro. Abandonó sus clases de música para huir de mí. Permanecí encerrada en casa día tras día. No me atrevía a salir a la calle; además tampoco disponía de dinero para comprar lo más elemental. No podía pedir dinero a mi familia. No recuerdo cuantos días permanecí en ese estado. Una de nuestras vecinas debió barruntar algo extraño y llamó a mi casa. Yo no quería ver a nadie pero ante su insistencia le abrí la puerta. Me encontró en un estado lamentable y apiadada de mí buscó ayuda entre el vecindario. Debí desvanecerme pues no recuerdo lo que sucedió después. Abrí los ojos en la casa de maternidad, un lugar por donde únicamente se arrastran las mujeres que no disponen de medios suficientes, las verdaderamente pobres, las despreciadas por la sociedad. Un lugar en el que el olor al cloroformo y a sangre me hacía recordar en cada momento mi situación. Esa deshonra, esa situación de degradación y abandono yo la tuve que soportar allí. Y allí me comunicaron que había perdido a mi hijo. Fue lo más triste de todo. Apenas lo había llevado en mi vientre unos pocos meses y ya había formado un vínculo que me perseguirá el resto de mis días. Lloré hasta la desesperación. Las religiosas que atendían en el hospital juntaron algo de dinero al conocer mi historia y cuando hube de abandonar el centro me instalé en esta casa. Busqué trabajo sin cesar durante aquellos duros días; no contaba con nadie y el dinero empezaba a faltarme. Pero en medio del desánimo el recuerdo de Francois, que no se borraba de mi mente, me dio la solución: ¿por qué no podía intentar vivir de mi música? Empecé dando  clases a algunas de las alumnas que Francois había también abandonado. Más tarde logré trabajo en el Café Guerbois. Apenas llevaba unos días allí  cuando te conocí.
        Jenny calló y refugió su cabeza entre sus brazos apoyados en la mesa del desayuno. Su nuca desnuda delataba el gemir de la muchacha y los hombros parecían abandonados a su suerte.
        Jean se levantó de la silla, rodeó la pequeña mesa y se acercó a Jenny. Puso primero una mano sobre su nuca y después ambas sobre sus hombros. Inclinándose besó los cabellos negros mientras sus manos se deslizaban junto a las axilas de la joven. La izó de la silla a la vez que la giraba hacia sí y la atrajo dándole cobijo entre sus brazos.
        -¿Hay algo más que deba saber? –preguntó mientras levantaba la barbilla de Jenny y miraba sus acuosos ojos-, o podemos desayunar, tengo hambre; y le besó los labios salados por las lágrimas.
(continuará 8)

sábado, 13 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (7)

         Jean y Jenny mientras ascendían hacia Montmartre en silencio, pensaban el uno en el otro. Habían pasado una deliciosa velada en el Guerbois,  donde la violinista continuaba trabajando cada noche. A veces el silencio se confundía con los rumores de la ciudad que aún, a esas horas, continuaba con su pálpito vital, y que ascendía hacia el lugar por donde transitaban. Era apenas un murmullo lo que llegaba a sus oídos. Jenny apretaba el estuche con el violín contra su pecho,  pretendiendo que la librara del frescor que a esas horas se estaba aposentando, ya,  sobre la ciudad. La noche era tibia pero el contraste con la temperatura del local se hacía sentir. Jean pensó entonces en la fragilidad que se percibía en la muchacha. Jenny era hermosa, con unos marcados ojos orientales que le recordaban en el color, a la menta. Era, tal vez, lo que más le había atraído de ella desde un principio. Su rostro ovalado y juvenil le acercaba, sin que supiera muy bien el porqué, al mundo clásico. La hermosura de su cuerpo estaba  en la armonía  de sus pequeñas formas. Sin ser una mujer atractiva llamaba poderosamente la atención a cuantos la contemplaban. La tristeza de su rostro era borrada por los delicados rasgos del mismo. Su pequeña boca, su diminuta nariz, poseían una belleza que no podía pasar desapercibida para nadie. Pero lo más interesante de su persona eran, sin duda alguna, sus manos de mariposa que volaban ágiles acompañando al arco del violín sin ningún esfuerzo. La música eran sus manos. Toda su fragilidad se volvía fuerza cuando interpretaba. Parecía volar; ausentarse del mundo. Cerraba los ojos y se dejaba transportar viajando con cada nota del violín. Sólo recobraba la consciencia cuando el último hilo de la última nota parecía haberse deslizado suavemente desde el instrumento hasta el aire y se había perdido allí entre la gente.
        -Jean, ¿en qué piensas? - preguntó Jenny.
        -En ti,  Jenny, en qué podría pensar. Desde que te conocí no paro de hacerlo. Me has embrujado. Primero fue tu música, tus manos, tus ojos. Y ahora, a medida que  te voy  conociendo, mis pensamientos siempre giran en torno a ti, aunque creo que no permites que me acerque demasiado. Me gustaría que estuvieras más próxima;   siento, a veces, que tratas de alejarte de mí; no en persona, pero sí en tus sentimientos. Me gustaría compartir contigo mis inquietudes y deseos, y, por supuesto, que tú me confiaras tus preocupaciones.
         Jenny permanecía  callada mientras caminaba. El suelo, fuera ya del centro de la ciudad, había perdido su típico adoquinado, y Jean y Jenny paseaban sobre la propia tierra, por lo que sus pisadas apenas eran audibles. El silencio les acompañaba y también los unía. Los ojos de la muchacha estaban acuosos, manteniendo el difícil equilibrio que haría brotar las primeras lágrimas. Jean advirtió la tristeza de su acompañante, y la tomó del brazo en un movimiento más de amistad que de deseo, aunque no estuviera exento de él.
        -Debes perdonarme, Jean -susurró Jenny. Eres muy amable, sin duda el hombre más amable que he conocido.
         -No,  perdóname tú a mí. No soy quién para pedirte explicaciones. Mi intención no es molestarte. Pero me duele ver tu rostro triste, día tras día, y no poder hacer nada por evitarlo. Tan sólo si supiera...
        Jean dejó de hablar, acababa de decir a la muchacha que no era quién para pedir explicaciones, y sin pretenderlo volvía a reclamárselas, y es que era tanto el deseo de comprender a Jenny que no podía evitarlo. Su boca volaba más deprisa que su mente. Además no podía quitarse de la cabeza a aquella mujer que le tenía totalmente absorto. Pasaba los días sin poder pintar en el taller, ante la incomprensible mirada de su amigo Edouard, que nada preguntaba por no perturbar a su amigo. Pero Jean si era consciente de sus sentimientos.
        -Jenny,  te amo -dijo sin soltar el brazo de la muchacha.
         Un escalofrío recorrió el cuerpo de Jenny; sus manos apretaron con fuerza el estuche del violín contra su pecho, deseando que el instrumento formará parte de ella misma de una manera física, puesto que en espíritu ya lo poseía desde hacía mucho tiempo. Sus ojos dejaron escapar aquéllas lágrimas que venía conteniendo desde hace mucho tiempo. Su mente voló, como lo hacía su música en el Guerbois, retrocedió en el tiempo a unos meses antes cuando se sintió la mujer más sola del mundo.
        La voz de Jean interrumpió sus pensamientos.
        -Jenny, ¿qué te ocurre?, ¿por qué lloras? -Y mientras lo decía  con voz quebrada, le entregó un pañuelo para que  enjuagase sus lágrimas.
         Jenny le tomó en sus manos y se lo llevó al rostro. El delicado algodón le separó del mundo por unos instantes, suficientes para que volviera el rostro hacia Jean y le mirase a los ojos. La escasa iluminación del lugar se interpuso entre sus miradas y los ojos de Jenny brillaron en aquella oscuridad.
        -Jean, yo también te amo -contestó mientras sus labios se abrían en una deliciosa sonrisa.
        Subieron la escalera entarimada que crujió ligeramente bajo sus pisadas. Jenny se apoyaba en el pasamano mientras Jean no dejaba de mirarla temeroso de que aquello que les estaba sucediendo no fuera sino un buen sueño, pero un sueño al fin. Pero no, era real. Estaban allí juntos, próximos sería la palabra adecuada. Era la primera vez que Jean sentía la cercanía de Jenny, hasta ahora tan distante. La joven se había abierto a él, con aquél: “Yo también te amo”. Aquellas cuatro palabras tan sencillas pero tan llenas de compromiso. Algo nuevo había nacido, y Jean lo presentía. Se sintió dichoso, quizá como nunca lo había estado en su vida.
        El reloj de la pared dio dos campanadas en el momento que entraban en la pequeña habitación   donde Jenny vivía. Sin hablarse se sentaron el uno junto al otro; sus ojos sí hablaban. Jenny había encendido la pequeña lámpara de gas que se hallaba sobre una  mesa redonda,  donde había únicamente un  búcaro azul con un ramillete de flores silvestres; a la muchacha le encantaba recogerlas cada mañana por los alrededores del humilde boulevard en que se ubicaba su vivienda. Las flores daban una nota de color a la de por sí triste habitación. Un sutil aroma de albahaca se dejaba sentir en el aire, que de inmediato recordó a Jean el olor que siempre había notado en Jenny sin haberle reconocido hasta ese momento. Permanecieron en silencio, sin tocarse, pero tan cerca el uno del otro que la sola respiración parecía contener sus propios pensamientos.
        -Debieras irte Jean -dijo Jenny en un susurro, pero sin querer tan siquiera considerar la posibilidad.
        -Debiera -contestó Jean, quizá fuese lo más prudente-. Pero algo superior le retiene. Mira los profundos ojos verdes de su amada y ya no desea otra cosa que estar a su lado. Ya no piensa, su cuerpo es un fulgor que desobedece cualquier estímulo que el razonamiento pueda aún darle. La atrae hacia sí y nuevamente se hunde en sus ojos. Unen las yemas de sus dedos y ese roce gozoso donde se halla el tacto enardece aún más sus sentidos. Con las manos ya entrelazadas, Jean acaricia con su boca la de Jenny, en un beso leve, casi casto. Es un beso que al fin será el que recuerden el resto de sus vidas; porque quizá un simple beso sea el acto más puro del amor. El beso turba a Jenny que echa su cabeza sobre el respaldo del sofá en donde se hallan. Las manos unidas con  fuerza  producen un leve dolor a la muchacha; dolor que no rechaza pues es mayor el placer de la intimidad creada. Sus bocas cercanas, la piel estimulada, sus ojos que no paran de hablarse en silencio, todos sus sentidos en un mismo y puro sentimiento. Sus cuerpos parecen arder. Los pulmones respiran agitadamente; sus corazones viajan por abruptos acantilados; sus estómagos soportan punzadas de ansiedad. Y el aire, que les cuesta alcanzar, les produce una respiración convulsa, ardiente, casi agónica. En aquel instante conocen que están hechos el uno para el otro, que nada ni nadie podrá arrebatarles aquel momento en que se borró el mundo y sólo existieron ellos dos. Y nada se dicen en este milagro por el que se lo están diciendo todo. Sólo el sonido del reloj  se escucha cuando Jean y Jenny comprenden que han quedado ligados  para toda la vida por el mejor de los destinos, quizá por el más inasible pero que a ellos les ha alcanzado de lleno. Es entonces cuando Jean siente la cercanía de un sufrimiento que poco antes sólo atañía a la muchacha. La aproximación del amor ha sido tan profunda que la congoja de Jenny le sorprende. Nota la distancia que todavía les separa. El cuerpo de Jenny, adormecido tras la fatiga,  parece haberse vaciado en Jean, y ahora  flota en una nube de la que acaba de despertarse; el llanto aflora de nuevo en los ojos de la muchacha, como si el amor sólo hubiera sido ese espacio que todo lo aplaza pero que no  olvida.
        Jean se separa de la muchacha para ver su rostro. Ella baja la cabeza como si no se atreviese a mirar a su amado. Jean no comprende y la balancea suavemente los hombros pidiendo una explicación.
        -¿Qué pasa, Jenny?¿Por qué lloras?
        Jenny nada responde. Quisiera no haber llegado hasta allí; temía ese momento, lo venía presintiendo desde hacía días, pero también era consciente que tarde o temprano había de enfrentarse con sus recuerdos y se desespera, tan sólo quisiera encontrarse lejos de allí en estos instantes, pero el amor de Jean le ha sorprendido de tal forma que algo muy fuerte alcanza su corazón y le hace estremecer. Se siente querida por primera vez en su vida, y su cuerpo se abandona. Su congoja no pueden aplacarla ni los fuertes brazos de su amante. Jean consciente, aunque sin comprender la angustia de la muchacha, deja obrar a la naturaleza; sabe que el llanto hará bien a Jenny, que sólo es cuestión de tiempo que ceda y se recupere. Pasan los minutos, Jenny se serena y se adormece sobre su hombro. Él le acaricia suavemente las sonrojadas mejillas y sus manos buscan las de la violinista. También él parece vencido por el sueño y deja reposar su cabeza sobre el sofá. La noche va pasando y el alba comienza a rescatar la luz de la oscuridad.
(continuará 7)

miércoles, 10 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (6)

El Café Guerbois  se hallaba en la calle de Batignolles, a los pies de Montmartre. No era un local tan lujoso como el Café Bade, junto al popular barrio de los italianos, pero el Guerbois conservaba el aire romántico de la bohemia parisina. Acudían a él: artistas, escritores,  pintores... El París vivo, el que se nutría de sus hijos para mostrar a la ciudad las virtudes y defectos de la juventud parisina. No era en absoluto luminoso, pero las continuas tertulias que en él se desarrollaban, le daban luz propia. En el aire, enrarecido por el humo de los cigarros y algún que otro opiáceo, se palpaba, más que se respiraba, la vivacidad de la ciudad que se negaba a entregarse al conservadurismo oficial. Las lámparas de gas pendían de los altos techos, derramando su exigua luz sobre las mesas, en las que se congregaban los habituales del local. Entre los murmullos de los contertulios se podía escuchar una suave música de violín, procedente del pequeño estrado situado en un apartado rincón. La melodía era insinuante, como la intérprete de la misma: una delgada muchacha cuyos brazos desnudos se movían al compás de la música con un ligero balanceo de su menudo y armonioso cuerpo. Nadie parecía prestar atención a la violinista, por lo demás acostumbrada a su exilio particular, pero ella no cejaba en su arte. Sus ojos se hallaban cerrados mientras su cabeza, apoyada la barbilla sobre el violín, se mecía al ritmo de éste. Llevaba una enorme flor blanca sobre su cabeza que alargaba su figura y que parecía, en cada movimiento, ir a desprenderse del pelo de la violinista. Le daba un aire de comicidad. Los dedos de sus manos eran finos y largos, y acariciaban las cuerdas del violín con soltura. La pieza que interpretaba apenas era audible en las mesas más alejadas del estrado, debido al murmullo existente en ellas, pero la maestría de la artista era tanta  que hasta la menor de las notas se deslizaba entre la neblina del humo, bordeaba mesas, sillas y columnas, para acabar instalándose calladamente en todos y cada uno de los rincones del establecimiento. Ninguna nota se confundía con la siguiente, era una ligazón perfecta, a cada cadencia le seguía una ligera subida que encadenaba armoniosamente la pieza interpretada.
        Edouard Manet y Jean Guillemet entraron en el local como casi todas las tardes en los últimos meses. En esta ocasión iban acompañados de las dos modelos de su nuevo taller, que ya empezaba a ser conocido entre sus colegas, Victorine y Berthe. Los murmullos en las mesas bajaron de intensidad a medida que pasaban junto a ellas las dos bellas muchachas, lo que ocasionó que el sonido del violín pudiese ser escuchado con más nitidez por ambas y dirigieran sus pasos hacia donde se hallaba la violinista. Buscaron con la mirada una de las pocas mesas que se encontraban libres  junto al estrado. Tras ellas Edouard y Jean, que ya habían iniciado su tertulia particular; sin duda el  ambiente del local les incitaba a ello.
        A medida que se iban acercando al estrado, Jean iba dejando de prestar atención  a su amigo. Su mente se había cerrado a la conversación y ahora únicamente percibía las notas musicales. Ensimismado, se dejó caer sobre una silla, y sus ojos buscaron a la intérprete de la melodía. Edouard, consciente de la situación, acalló su discurso y tomó asiento junto a su amigo y sus acompañantes. Desde su situación los murmullos de las mesas del local apenas llegaban en susurros. En aquel pequeño rincón triunfaban las notas que ascendían y descendían a cada movimiento del arco del violín, manejado por la mujer del vestido blanco. Era puro virtuosismo romántico. El violín parecía querer transmitir a los presentes los pensamientos de la intérprete a la vez que los sentimientos del compositor. Existía algo cercano a la magia, al menos entre los pocos que atendían a la música y a la joven muchacha.  Las últimas notas de la melodía se fueron desvaneciendo con lentitud, como la niebla, y al final reinó el más absoluto de los silencios. Fueron sólo unos instantes, unos segundos quizá, pero perceptibles. Pronto el murmullo del Guerbois fue reinando en el café.
        Jean Guillemet se puso en pie como si un resorte le hubiera izado de la silla, y rompió a aplaudir con una enorme sonrisa en los labios. La violinista, no acostumbrada a esos excesos, giró la cabeza, inclinándola levemente en señal de agradecimiento. Jean mantuvo su mirada fija en los ojos de la intérprete y pudo percibir en ellos todo un mundo, a la vez que  una profunda tristeza. Fue un breve instante, sus miradas se cruzaron y se mantuvieron la una frente a la otra como si nada más sucediese a su alrededor; para ellos nada sucedía, en efecto, el mundo se había parado cuando calló la música.
        -¡Tengo que conocer a esa muchacha! -exclamó Jean sin dejar de mirar hacia el estrado. La violinista estaba guardando el instrumento en su estuche.
        Edouard, Victorine y Berthe miraron a Jean, que permanecía de pie y no pudieron por menos que sonreír y aplaudir su comentario.
         -¡Qué entusiasmo! -exclamó Edouard-. Ve a decírselo. Corre Jean, que la muchacha parece tener prisa por marcharse. No te acobardes ahora -añadió al ver que su amigo dudaba.
         Sin dejar de contemplarla, Jean se acercó al estrado mientras sus compañeros seguían sus pasos con la mirada y la sonrisa en los labios.
         -Mademoiselle me ha encantado su música  –dijo Jean al llegar a la pequeña tribuna-. Y a mis amigos también -añadió ligeramente turbado, y alargó su mano para saludar a la muchacha.
         La violinista, que al estar de espaldas no se había percatado de la llegada de su admirador, volvió la cabeza y reconociéndole sonrió.
        -Gracias, monsieur -y alargó a la vez su mano.
        Jean  la tomó en la suya y acarició con sus labios los dedos.
        Al notar el contacto, la muchacha soltó la mano de Jean en un movimiento nervioso apenas perceptible para el pintor.
        -¿Le apetecería acompañarnos en nuestra mesa? Me interesa mucho su arte  (cuando lo dijo, hasta el mismo, que no había sentido por la música nunca nada especial, pareció ruborizarse). Mis amigos y yo estaríamos encantados con su compañía. Pero, por favor, discúlpeme,  permita que me presente: me llamo Jean, Jean Guillemet, soy también artista, pintor, o eso al menos creo, añadió en voz baja.
         La muchacha que no había perdido en ningún momento la sonrisa, aunque sus ojos continuaban con una insinuante tristeza, captó de inmediato el rubor de Jean al indicar su aprecio por la música, pero pudieron más sus deseos de compañía, giró para coger el estuche con su violín y contestó afirmativamente con un leve movimiento de cabeza.
        -Jenny, me llamo Jenny Claus  -indicó mientras bajaba del estrado.
        Ambos se dirigieron hacia la mesa en donde Edouard, Victorine y Berthe se hallaban, sin que hubieran  perdido detalle de la escena.
        Edouard miró a la violinista y le  preguntó extendiendo la mano:
        -¿Brahms?  ¿El joven Brahms?
        -Si, monsieur, era Brahms.
        (Continuará 6)

domingo, 7 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (5)

       -No soporto más al señor Couture, Victorine. Voy a montar mi propio taller, se lo he comentado a Jean y está de acuerdo en venirse conmigo -dijo Edouard.
        ¿A Jean? ¿A ese estirado? –replicó Victorine.
        -Jean es un aristócrata -contestó Edouard ligeramente contrariado con la actitud de la modelo-. Bueno un aristócrata venido a menos -concedió-, como todo en este país, pero un aristócrata al fin, que, además de ser mi amigo, es de los pocos que defienden mi forma de pintar; no al modo de esos atrasados de La Academia que sólo desean que se lo den todo hecho; sin duda el pensamiento está fuera de sus retrógradas mentes de burócratas.
       Victorine tomó entre sus manos las del pintor y las llevó a sus labios.                       -Cálmate por favor. No seas tan impaciente.
       -Victorine, quiero que te incorpores a mi taller, cuento también con otra modelo, la señorita Berthe Morisot, seguro que seréis buenas amigas en cuanto os conozcáis.
        El rostro de Victorine cambió el semblante, lo cual fue advertido de inmediato por Edouard.
       -¿Qué ocurre ahora?
        -Edouard, me tienes acostumbrada a este tipo de sorpresas. Siempre pasé por alto tu relación con Suzanne, y hasta puedo comprender tus sentimientos hacia ella, pero no pretendas que conviva con mis dudas; y ahora, vienes, y me nombras a otra mujer. Bella sin duda.
        -Te he explicado más de una vez que entre Suzanne y yo no hay más que una fuerte amistad. No quisiera hablar de caridad y no niego que exista un especial cariño hacia ella, es una mujer que se deja querer. Cuando se presentó en mi casa, pidiendo trabajo, con aquel niño,  no pude negarme. Además venía recomendada por mi  madre.
         -Sí, ese niño que tiene nombre de tigre –ironizó Victorine.
          -León, se llama León -protestó Edouard, a quien la conversación empezaba a causarle cierto malestar. No entiendo tu inquietud, Tú eres distinta, Victorine. Tú eres una diosa. Mi diosa.
           El pintor volvió a posar la mirada por entre las personas que, ahora, una vez finalizado  el concierto conversaban en voz alta. Tras la pausa dirigió su mirada hacia la muchacha y  dijo sujetándola del brazo:
          -Escúchame, Victorine. Está decidido. Voy a montar mi propio taller, y en él expondré mis obras y las de aquellos que quieran apartarse, de una vez por todas, de la decrepitud de la Academia. Han llegado a mis oídos rumores de que ciertos pintores no están, ya, por la labor de seguir las pautas establecidas hasta ahora, porque al igual que yo, piensan que se avecinan nuevos tiempos, tanto en la vida social y política como en la pintura, y no desean continuar por más tiempo bajo el rigor de normas caducas e inamovibles. El arte, al igual que la vida, ha de mirar de frente, ha de caminar, buscar su destino; en definitiva avanzar. Préstame atención: te imagino desnuda, de costado, con el rostro vuelto  hacia mí, mirándome fijamente, como lo haces ahora, sentada sobre la hierba. ¡No¡  Mejor sentada sobre el chal del que te habrás desprendido. Es más sensual. Nada adorna ni tu cara ni el resto del cuerpo. Tú desnuda frente al espectador, es más que suficiente con tu belleza. Pero voy más allá. Estás en un jardín, o mejor en el bosque. En un jardín sería demasiado arriesgado. Estás sobre la hierba, pero no estás sola. Se ha improvisado un almuerzo a las afueras de París. Tú y unos amigos. Dos, tal vez. Ellos están vestidos con sus mejores galas. Tu desnudez no se distancia en absoluto de sus ropas. El conjunto es armonioso. Los dos hombres no parecen sorprendidos de la situación. Charlan. Se dirigen a ti de manera formal, diría que casi distante. La luz de tu piel femenina se enfrenta a las sombras de sus trajes y a la de la bruma del bosque que os envuelve. Deberíamos hacerlo hasta más onírico; al fondo podría percibirse la presencia de una ninfa jugueteando en el agua de un riachuelo envuelta en la luz vibrante de la fronda. Sería una estampa de trasgresión de lo clásico, y, se me ocurre, que en un primer plano estarían tus ropas y la cesta con alimentos que habríais llevado al bosque, para que no quepa duda del propósito de esa trasgresión. Esa es la idea, Victorine. La moral burguesa no aceptará esta ruptura, porque no son las normas de sus costumbres, ni aceptará tampoco esa contraposición en el mismo lienzo de la situación de desnudez de la modelo con sus acompañantes correctamente trajeados. Del mismo modo, y por la posición de tu cuerpo, acomodado plácidamente sobre tu chal, habré roto con el clasicismo que atenaza a la mujer desnuda, porque la habré otorgado vida propia. Victorine tu cuerpo estará vivo, no será una escultura marmórea como hasta ahora. Será  un manifiesto de mis intenciones.
        -A dónde quieres llegar, Edouard -suspiró Victorine-. Debieras  discutir estos temas con tus amigos pintores. Te serían de más ayuda.
         -No lo sé –repuso Manet–, pero lo que sí sé es que no quiero permanecer aquí inmóvil sin intentar nada. Y en cuanto a sí tú me ayudas, es tu mirada, es tu cuerpo los que me indican el camino. Y acarició el rostro de su musa.
(Continuará 5)

miércoles, 3 de abril de 2013

En el refugio de los sueños: EL BALCÓN (4)

La música había envuelto con sus notas el paseo. Con sus últimos sones se fue estableciendo, poco a poco, el silencio. Fue tan sólo un breve instante, lo que tardó el numeroso público congregado aquella primaveral mañana en romperlo con sus aplausos. El ambiente en los jardines era de enorme tranquilidad. Las personas charlaban ahora, y se fueron haciendo corros numerosos entre familiares y conocidos. Cada domingo en esta época del año la burguesía parisina se echaba a la calle, y  acudía a escuchar el concierto al amparo de  la  frondosidad de los árboles. Bajo las marquesinas de los puestos de bebidas, sentados en veladores o sencillamente acodados en la pequeña barra, las gentes influyentes de la ciudad gozaban en sus relaciones sociales. Todo tenía su sentido estético; cada movimiento de alguna de las personas hacía que inevitablemente los grupos se tornaran más pequeños o por el contrario vieran enriquecido su número, pero el equilibrio se mantenía. Era una especie de vaivén apenas perceptible, pero real. Mientras los padres comentaban las novedades de la ciudad, los bulliciosos niños, a los que el concierto había maniatado en sus deseos infantiles, aleccionados por sus progenitores, daban ahora rienda suelta a sus ganas de jugar en tanto no se reanudase la música.
        -Fíjate, Victorine,  en esas dos damiselas envueltas en sus trajes amarillos y en las tocas azuladas que enmarcan sus rostros. ¿No parece adivinarse en ellas, una cierta inquietud ante nuestra mirada? Pensarán que nos estamos inmiscuyendo en su conversación, por otro lado imagino que banal, y que ello les molestará. Han fijado sus inquietantes ojos en nosotros, y ahora soy yo casi el ofendido -musitó Edouard, para continuar diciendo-. La más joven es la madre de las dos niñas ataviadas con esos enormes lazos rojos en los almidonados vestidos; juegan con la tierra ajenas a lo que les rodea. La mayor de las dos mujeres es sin duda la abuela; su mirada es más inquietante. Son burguesas como todo ese tropel de gente que se encuentra a su alrededor. Pero observa, Victorine, están todos al mismo nivel. No te parece curioso. Es un amasijo de personas que charlan de manera distendida en esta mañana de domingo. Nadie parece más que nadie. Conozco a la mayoría y te puedo asegurar que no están aquí sólo por el placer de oír la música. La luz y esta  atmósfera les envuelve, y es ésto lo que les iguala. Llenan todo el  jardín y forman un espectáculo de conjunto, al igual que una crónica mundana y casual. Seguro que algún articulista lo definiría así. Observa al arrogante caballero que está situado a la izquierda  de las damas, también nos mira. Parece que nos estuviera recriminando nuestro amor. ¿Tanto se nota? Quizá sea tu belleza lo que le tiene ensimismado. ¿Y qué me dices de los caballeros con sus sombreros de copa? Son todos iguales, nada parece distinguirles. La mayoría están de pie, no porque les apetezca, sino por guardar la compostura.
          Victorine, sonriendo, seguía con la mirada todo cuanto Eduard le señalaba.
         -Esa es la atmósfera que quiero captar en mis cuadros. Esa sensación visual. ¿La realidad tiene algo que ver con la naturalidad? No lo sé. Pero lo que estamos viendo es puro, no se establecen jerarquías entre esos personajes; y, observa, mira que plasticidad se intuye entre el amasijo de personas. Si alargas la mirada hacia el fondo del paseo verás que todo se difumina, deforma y  desproporciona. Nuestros ojos necesitan esta impresión de no-realidad para lograr esa visión de conjunto. ¿No lo notas?
         Victorine no dejaba  de admirar a Edouard.
         -Se ve que vives intensamente. Que  todo tiene sentido para ti –comentó-.  Yo no estoy a tu altura, tan solo soy una modelo que trata de ganarse la vida posando para vosotros. No entiendo vuestro mundo, en especial el tuyo, aunque poco a poco haces que me interese.  Si he de ser sincera mi mirada se detiene más en los sombreros que portan “les mademoiselles” y que parecen querer esconder sus fantásticos peinados, y en los modelos que visten. La mayoría de los vestidos son impresionantemente bellos. Los adornos de sus cortas chaquetillas...
         -La moda española –intervino Edouard-, que nos invade. Además, quién sabe lo que esconden debajo de sus pamelas. Tú insinúas que el peinado; yo creo que cada una de esas mujeres debe tener alguna historia que contar.
       -Pues me gusta esa moda. En cuanto a lo que sospechas no sé que decirte. Yo sólo me fijo en ellas y las encuentro elegantes, quizá un poco estiradas, pero elegantes.
        Manet no pudo por más que sonreír. Victorine reducía todo aquello que él  parecía descubrir en un fugaz instante, a la simple coquetería femenina. Pero le atraía desde el primer día que la conoció en el taller de Thomas Couture. Edouard Manet y su amigo Jean Guillement entraron en el estudio la fría mañana de noviembre en que la nueva modelo iba a posar para ellos. El primer contacto fue, al menos para Edouard, de indefinición. La modelo se hallaba  sobre una leve elevación que formaba el entarimado del suelo para poder ser vista, así, por todos los jóvenes pintores que acudían cada mañana al taller. Permanecía de espaldas a los alumnos y una tenue sombra la hacía poco perceptible a los ojos de Edouard, hasta que éstos se fueron habituando a la escasa luminosidad del lugar. Victorine portaba una fina camisa de algodón blanco que desde la posición de Edouard era como un punto de luz en la casi oscuridad. Llevaba el pelo recogido en un pequeño moño por lo que su cuello quedaba al descubierto, así como parte de su espalda y uno de sus hombros. Mientras Edouard se perdía en estos pequeños detalles, Victorine giró sobre sí con la gracia de quien está acostumbrada a posar y dio un pequeño paso hacia los alumnos. La suave luz que entraba por uno de las pequeñas ventanas la alcanzó y enmarcó su rostro ovalado, sus inquietantes ojos color miel y sus carnosos labios. Llevaba prendida  a un lado de su pelo una gran flor roja que armonizaba con el color del carmín de su boca. A una indicación del maestro Couture, Victorine se desprendió de su camisa y la luminosidad marmórea de su rotundo cuerpo pareció llenarlo todo. Manet lo recorrió con avidez. Fijó su mirada en la gargantilla que a modo de cordón portaba en su insinuante cuello; bajó por sus brazos percatándose en la pulsera que le transportó hasta el oriente. Sus ojos se fueron de nuevo hacia arriba, sin duda había sufrido algún olvido en el camino, y, efectivamente, el brillo dorado de la joya le había distraído de lo que más le interesaba, los pechos de la modelo: firmes,  profusos, sedosos, con los botones de sus pezones insinuantes, en armonía con el resto del cuerpo. Se detuvieron allí quizá más de lo necesario de cara al decoro y al buen gusto, pero sin duda el estímulo era lo suficientemente fuerte como para que nadie respetase las buenas formas en aquella situación. El reconocimiento visual del pintor no se quedó allí, siguió recorriendo el cuerpo hasta llegar a los pies de la modelo que se hallaban calzados por unas zapatillas de color dorado; el alto tacón  alargaba su cuerpo otorgándole sensación de una delgadez que en absoluto tenía.
       Manet se la imaginó recostada sobre almohadones de terciopelo blanco y un finísimo chal; la mirada de la modelo fija en él y las manos extendidas a lo largo de su hermosa figura. Pero Edouard siempre iba más allá, buscaba la perfección en todo lo que veía y deseaba trasladar a un lienzo. Estudioso de la obra de maestros italianos como Tiziano, buscó y halló en su ensoñación el contraste de las sombras con la luz, y de esta forma imaginó, o mejor contrapuso en su pensamiento el luminoso cuerpo de su diosa con figuras atezadas, que de esta manera añadiesen las sombras que necesitaba.
       -¡Señor Manet! –retumbó la voz del Sr. Thomas Couture-, tendría la bondad de abandonar la auscultación de la señorita Victorine y prestarnos un poco de su atención, o ¿es mucho pedir que baje del olimpo en que se halla y ponga los pies en la tierra?
        Se escuchó en el taller un murmullo de risas.
        Victorine no pudo por más que sonreír pues ella había sido la primera en percatarse de la avidez del alumno.
        Edouard sonrió también  y posó, de nuevo, los ojos sobre los de su diosa.
(Continuará 4)