martes, 29 de mayo de 2012

Enel refugio de los sueños: El sueño


        El sol caía a plomo sobre el tráfico de la M-30; busqué la salida de Conde de Casal para dirigirme al centro. A esa hora, la una del mediodía, mi pequeño vehículo estaba rodeado de coches. El asfalto parecía un horno en ebullición. Los parones eran continuos  y no veía la forma de salir de aquel atolladero en el que se había convertido la circulación. Me impacientaba, como si la solución pasara por la irritación que me cercenaba el ánimo. Avanzar, frenar, parar…otra vez avanzar apenas cinco metros, y el sol en lo más alto, implacable. El aire acondicionado zumbaba en el interior del coche y ni aún así bajaba la temperatura. La situación, me dio por pensar, me recordaba a las llanuras del “Serengeti”: mi coche, junto a millares de “ñus”, rodeado por depredadores por todas tardes que buscaban un resquicio para adelantarme y retrasar mi salida de la manada. Tras una hora, que me pareció de noventa minutos, logré dejar atrás el atasco y me dirigí por Castellana hacia la Gran Vía. Aparqué en Plaza de España, bajo el monumento a Cervantes.
        Furioso aún por el recuerdo del atasco recorrí a pie  parte de  la Gran Vía hacia Callao; en la cabeza  se me había instalado el rún-rún  de la canción de moda que nos, ¿defendería?, en Eurovisión y que machacónamente nos bombardeaba la televisión hora tras hora; no lograba desasirme de ella y el pegadizo estribillo (¡”Quédate conmigo”! ¡Y a fe que conseguía que me quedase!) me estaba llevando al límite de mis nervios. Decidí entrar en una cafetería a ver si el aire acondicionado y una cerveza obraban el milagro y  la paz lograba regresar a mi interior. Al ir a entrar tuve que apartarme para dejar paso a una mujer instalada en una silla de ruedas. La persona que la portaba calculó mal la anchura de la puerta y una  rueda se trabó en  la  jamba, retrasando, así, la salida. Intuitivamente miré el rostro de la mujer sedente y no pude por menos que sentir una cierta incertidumbre: me recordó a alguien pero en aquel momento no supe a quién pertenecía esa cara. Sus ojos parecían perdidos en el tiempo pero creí entrever algo en ellos, pero igual que me ocurrió con el rostro tampoco supe interpretar el mensaje que quisieron transmitirme; si es que lo hubo.   Me agaché para desatrancarr la pequeña rueda. Un “gracias señor” con acento extranjero respondió a mi ayuda. La mujer de la silla se alejó con su portadora; me quedé mirándolas, sin saber el porqué, mientras se alejaban por la calle Preciados. Entré en la cafetería; miré el reloj –las dos y media-. El dolor de cabeza se había alejado.
       En mis sueños de juventud siempre caía en los brazos de la misma mujer. Quizás el rostro cambiase, aunque no creo que demasiado. Me apasionaba un tipo de mujer muy concreto. La fantasía se repetía con demasiada frecuencia. Una vez leí que los sueños son deseos reprimidos. Puede que algo de verdad hubiera en ello. Mi deseo desde luego no sé si era reprimido pero sí profundo y tenaz. Podría decir que: alta, rubia y con ojos azules; pues, no, aunque se aproximaba. Iba tejiendo en mi interior a mi mujer ideal. La belleza que empezó siendo fundamental en aquellos primeros años, fue dejando paso a una chica más bien atractiva y acorde con mi forma de ver la vida. Era importante que tuviese las mismas aficiones y gustos por las cosas que yo, pero claro, su belleza no desaparecía; supongo que es un condicionante en el ser humano. La buscaba entre la gente sin hallarla. Empecé a necesitarla; diría que hasta a echarla de menos.
       Y fue un buen día, quizás aquél en que no pensaba en ello, cuando apareció. Estaba en una cafetería, al igual que hoy, acodado en la barra y jugando con el palillo que sujetaba la aceituna de mi primer  vermouth. Yo iba a diario y sobre la misma hora, después del trabajo. Pero aquel día fue diferente; o al menos lo hizo diferente la entrada de aquella chica de mis sueños en el establecimiento, al menos para mí. La seguí con la mirada desde la puerta hasta el otro extremo de la barra en donde me encontraba. Irradiaba belleza; era como si la envolviese un halo de seducción. Creí que se trataba de mi sueño que esta vez se mostraba de una forma tan real que no podía sacármelo de la cabeza. Estaba convencido que una vez más era sólo mi imaginación, pues no llegaba a comprender que hubiera pasado inadvertida aquella chica que vestía un masculino  traje chaqueta de color azul, que contrarrestaba el amarillo pálido de sus zapatos de vertiginosos tacones. Pero no, no eran fantasías, la chica era real. Sin pensarlo, pues de haberlo hecho no hubiera osado de tal atrevimiento, me acerqué a ella y sin que mediaran más que mis palabras le dije:
(continuará)   

domingo, 27 de mayo de 2012

Opinión: El talento


       La idea no es hablar de fútbol, ese tema tan socorrido del que entendemos todos, aunque pudiera parecerlo por la fotografía y este comienzo, sino de la filosofía del alemán Friedrich  Nitzsche. Ya saben el fútbol era ese deporte que jugaban con los pies once contra once y siempre ganaban los alemanes. Antes era eso.
       ¿Por qué el talento se valora más que la fortaleza física? Se podrá argumentar que en los momentos en que vivimos se da más valor al aspecto físico que a la inteligencia. Que los valores han cambiado en detrimento del talento. No va por ahí mi opinión. Me refiero a sólo un aspecto del físico: a su fortaleza natural.
      Si el talento ha sido donado por Dios o por la naturaleza a algunos hombres en particular, no es menos cierto que la fuerza también tiene los mismos orígenes. ¿Por qué entonces se premia más a los primeros?
       Nitzsche nos habla del “Superhombre”, como un rechazo directo al victimismo. La argumentación del filósofo alemán es simple: hay que proteger a los fuertes contra los débiles, ya que los estados han inventado una serie de normas, privilegios o leyes para rescatar a los superfluos (es decir a una inmensa mayaría) de los verdaderamente fuertes.
      Los débiles, también el propio estado, se protegen de los fuertes físicamente mediante leyes hechas a la medida de aquellos. Han empleado su inteligencia (un don recibido) para imponerse a los otros: a los que su don recibido no es más que la fortaleza.
      De esta forma cuando vemos que algunos abusan de su talento de manera descarada y se aprovechaban, mediante su uso, de los menos dotado en este aspecto, teniendo como tapadera la existencia de normas, reglamentos, leyes…, la filosofía no puede por menos que sentir un rechazo.
      No hay más remedio: volvamos al fútbol. Pongamos dos jugadores claves en estos aspectos de opinión: Messi (poseedor de enorme talento y cierto poder físico en su velocidad) y Pepe (de enormes cualidades físicas no exentas, aunque en menor medida, de cierto talento para este juego). A Messi la reglamentación le permite desarrollar todo su arsenal de talento, mientras que a Pepe esas mismas normas le impiden desplegar todo su potencial físico. ¿No es dar ventaja a Messi? ¡Claro que es dar ventaja al jugador azulgrana! La naturaleza ha obrado milagros en los dos individuos, pero en direcciones contrarias; por eso los débiles crearon un reglamento para impedir que la fortaleza se alzara con el poder. ¿Por qué, por qué (y otros mouchos por qués) el reglamento (las leyes) no impide que el talentoso no pueda sacar a relucir todo su arsenal castigándole, por ejemplo,  con tarjeta al tercer o cuarto regate en la misma jugada?   O que nadie pueda marcar más de dos goles en un mismo encuentro. Y que no se me diga que aquí influye el azar. No, tres o cuatro goles no están al alcance de cualquiera; sólo de los poseedores de talento. Los físicamente fuertes rara vez los consiguen (yo diría que nunca). Luego la primera particularidad estudiada da ventaja.   
       Esto no creo que sea tema para debate, porque siempre habrá débiles que se escudarán en que las normas son las normas (creadas por ellos, claro).

lunes, 21 de mayo de 2012

En el refugio de los sueños: Salir al aire


        Me apetecía un día de lluvia para salir a dar un paseo. No importaba hacia adónde ir;  lo que me atraía era respirar la humedad del aire que se pegaba a mi rostro desde el mismo momento en que pisé la acera de la calle. Porque si algo me gusta es esa sensación placentera, es como vivir al aire. Disfruto sólo con ver mi cuerpo cruzándose con otros aunque no nos miremos. Saboreo ese ir y venir de la gente envuelta en sus gabardinas y chubasqueros con la cabeza humillada o bajo la protección de los coloridos paraguas: hasta en estas telas festivas se nota la vida.
       Mirar escaparates; como no. En ellos se puede resumir de qué va el momento en que se vive. Los escaparates nos dan cuenta o más bien nos incitan a viajar en una determinada dirección. Nos marcan la moda, pero es curioso: se adelantan a la vida. Por eso, quizás,  me sorprenden gratamente. Sí, porque aún es invierno: con lluvia o nieve y siempre con frío, y tras las vitrinas  ya lucen los primeros trajes primaverales. La luz les inunda de alegres colores y hasta, en ocasiones, parecen proporcionarte un ligero escalofrío por la ligereza de ropa con que visten a los maniquís. Entonces me acuerdo de esos pechos tuyos que me aguardarán a mi regreso; de ese poder echarme en tu regazo y despeinarme, si no lo consigue el aire libre que me envuelve.
       En ciudades pequeñas siempre te cruzas con  una cara amable y conocida. A mí me gusta encontrarme con viejos camaradas, charlar tomándote un café o “conversando” (de mi amigo Fernando Fdez.Lpz.) unas cervezas. Salir al aire, salir.
       Y qué no decir de la propia naturaleza. Mirar a los árboles, sonreírles tras darles las gracias por su cobijo, su sombra, la música que desprenden las  hojas y las  ramas al vaivén del viento.  También me gusta, a pesar del acostumbrado ruido que emite, contemplar el tráfico:  llena de color la ciudad ahora gris por la lluvia.
       Me gusta salir de casa,  para saber lo bien que se está en ella. Evadirme aunque sólo de tarde en tarde. Sentirme libre azotado por la lluvia. Salir al aire libre, al aire.
(P.D. Basado en un poema de Blas de Otero)

martes, 15 de mayo de 2012

En el refugio de los sueños: Un día cualquiera


        No sé muy bien el porqué al ir a montarme esta mañana en el coche, que cosa rara estaba aparcado cerca de casa, me dio pereza pensar que a mi regreso del trabajo sería casi imposible volver a encontrar un lugar tan propicio, y tomé la decisión de ir a trabajar en transporte público. Hacía años que no lo utilizaba y desconocía el precio del billete: “noventa y cinco céntimos –me dijo el conductor-“. Me pareció extraño el importe, bueno extraño y caro. La verdad es que podrían cobrar un euro y dejarse de tonterías; pero en fin tan poco me iba a poner a discutir para una vez que utilizo el autobús del ayuntamiento.
        Iba lleno a esa hora de la mañana: las siete. No vi asientos vacios y me sujeté lo mejor que pude, aunque la verdad es que hubiera resultado casi imposible caer: nos enganchábamos los unos a los otros. La mayoría de las personas eran jóvenes que o bien iban a la universidad o al trabajo. Una madre, con cara de haber pasado  mala noche, llevaba a su hijo de poca edad en brazos; supongo que sería el causante de la somnolencia de su madre. El crío reía y lloraba al mismo tiempo, su madre parecía ausente.
       De pequeño me enseñaron a ceder el asiento a las personas mayores. Las busqué con la mirada: las había; la mayoría estaban de pie, mientras algunos jóvenes ocupaban asientos durante todo el trayecto. Tras caer en cuenta que yo pertenecía, ya, al grupo a los que habían de haber cedido  asiento, pensé: “No hay vergüenza –en realidad lo que no había era sitio-“.
       Aún estaba lejos de mi trabajo, pero decidí bajar del autobús e ir paseando hasta la oficina;  iba con tiempo suficiente. Al ir a bajar una chaqueta de piel roja me lo impedía y la rogué que me permitiese el paso. La chaqueta se volvió y la mujer que la llevaba dijo mirándome a los ojos: “Un segundo Luis, que yo también me bajo en ésta”. Sorprendido aún me vi en la acera besando las mejillas atractivas de una persona a la que no creí conocer.
       -Ya veo que no te acuerdas de mí. Te he venido observando todo el trayecto:  oye, ¿hablas solo a menudo?
       - No, verás, era un niño que lloraba y al que…
       - Ya, ya, el niño. ¿No recuerdas quién soy, verdad? Me hace pensar que he cambiado mucho, quizás demasiado… Invítame a un café y te pongo al corriente.
       -  No si estás muy bien…
       - ¿Sigues sin caer, eh? 
        Entramos en la primera cafetería que encontramos. A esa hora estaba llena de gente desayunando. Nos sentamos a una mesa.
       - Soy Ana… Si, hombre, la cantante. Pero, ¡cómo es posible que no te acuerdes!
       - Joder… -perdón- claro, Ana. ¡Por Dios no es que estés cambiada, es que la última vez que te vi llevabas el pelo con cresta morada y crucifijos en las orejas!
       - Sí, pero cantaba una canción que habías compuesto para el grupo… ¿“Amo la vida” se llamaba? O algo parecido.
      - Si, era algo parecido: “Los amores de mi vida”. Fue mi primer y último fracaso.
      - Lo pasábamos bien. ¿A qué te dedicas? Desapareciste del tugurio aquel y no te volvimos a ver.
      - Debí de enamorarme por aquellos años. ¿Cuántos hace…treinta?
      - Más o menos. Yo sigo cantando y me va como entonces, mal. Pero no sé hacer otra cosa, y tampoco lo deseo…que conste.
      - Al menos tú haces lo que quieres. Yo saqué unas oposiciones. No te rías –rió al tiempo Luis viendo la cara de Ana- y vivo de ellas. Sin alharacas, pero bien.
      - ¡Alharacas! Siempre fuiste muy barroco hablando…y componiendo –dijo Ana tras una breve pausa-. Quizás por eso no te fue bien con la música. ¿Te casaste? Yo sigo con Tomás, el batería. De él si te acordarás; erais buenos amigos.
      - ¡Tomás!, sí. Fuimos amigos durante años; antes de conocerte.
      - Oye, podrías venir alguna vez a escucharnos. Los jueves actuamos en “El baúl de la Piquer”, un sitio nuevo. Nuestra música ya no es tan estridente. Es más tipo jazz y sobre todo baladas; gustan mucho a la gente de nuestra misma edad. ¡Cincuenta y dios, ya! Siempre nombro a dios cuando hablo de mi edad.
      - Sí, me gustará recordar aquellos tiempos. Ahora me tengo que ir, el trabajo ya sabes.
      - Claro, te esperamos, ven con tu esposa.
      - No, iré solo… Me separé hace años.
      - Como quieras. Por cierto podrías prestarme doscientos pavos… Ando algo apurada, te los devuelvo cuando te vea.
      - Te vale con cincuenta…
      - Me apaño. Nos vemos. Un beso, Luis.
      Eché a andar hacia la oficina. Llegaba tarde, el sol estaba ya en lo alto, sobresalía por encima de los edificios y la acera se había llenado de luz. Sonreí y debí volver  a hablar solo al recordar la cresta morada de Ana.   

lunes, 7 de mayo de 2012

En el refugio de los sueños: Desde mi ventana


       Me escuecen los ojos, tengo sueño y aún no es tan tarde; están dando las doce en el reloj del salón: las escucho desde este teclado. Me viene pasando mucho últimamente y a veces pienso si será la edad; esos años que van transcurriendo lenta pero inexorablemente. Busco una historia, un cuento, un relato nuevo que escribir, y me pasa lo que a Serrat desde la ventana de su habitación: “que no se me ocurre nada”. Quizás el hecho esté en mirar por la ventana para que las musas se despierten; deben de estar cómodamente instaladas entre mis neuronas, usándolas de almohadas, y permanecen allí descansando, adormiladas más bien.
       Hago el esfuerzo de levantarme e ir hasta la ventana del salón. La ciudad parece dormir. La calle los fines de semana tan bulliciosa, está en silencio: se puede escuchar, sólo se siente cercenado por las leves gotas de lluvia que golpean los cristales; más que un golpe parece que los acaricien. La lluvia también llora, pero esta vez mansamente. Hay oscuridad en el cielo, más allá de la intensidad lumínica. Y es que está encapotado; lleva días así. Las farolas apenas iluminan los tejados de las casas y a lo lejos, aunque desde la atalaya en que me encuentro parece como si pudiera cogerla con las manos, la sombra de la mole catedralicia destaca entre la oscuridad como un bulto oscuro y negro. Dieron las doce hace poco y automáticamente se apagaron los focos que la dan entidad por la noche.
      Veo una pareja salir de un portal; debían estar amándose  pues ninguna luz ha iluminado su salida a la lluvia. Caminan juntos bajo un paraguas rojo que brilla, ahora, al rozarlo la lluvia. He abierto la ventana para estar más cerca de ellos; los oigo reír. Su risa se aleja con ellos al doblar la esquina de la plaza. Esta despedida me hace recordar que años atrás y  en alguna ocasión le prepuse a mi novia seguir a la primera pareja que viéramos y pasar la tarde haciendo lo mismo que ellos hicieran. Era un juego que repetimos en más de una ocasión. Resultaba tremendamente divertido. Al perder de vista a aquellos jóvenes de la plaza ha venido a mi memoria aquella anécdota. Pero hay más cosas en mi plaza.
      Un hombre con sombreo y paraguas, pasea a su perrita. Sé que es una hembra porque identifico al vecino del edificio. Ha sacado a la perra a pasear y a… defecar. El paseante mira a derecha e izquierda y pensando que nadie lo ve (se olvidó de mirar hacia arriba)  no retira lo que el animal ha dejado sobre la acera. Me descubro sonriendo; sé que no debiera hacerlo pero ha podido más el sentir que había cogido en pecado a un convecino. Me lo perdono pues los humanos somos en ocasiones así. También perdono al paseante, pero mañana tendré cuidado de no pasar por la zona violada.
       Se abre la puerta del “pub”; gente que sale a fumar, y hasta mis oídos llega la estridente música pachanguera del local. ¡Y estamos a lunes! Claro que imagino que los clientes  son unos pocos. Noctámbulos de copas con alcohol            que se mueven al son de la música y que olvidaron cerrar la puerta por la que salieron;  sin duda en el interior del “pub” no queda nadie que se lo recrimine, pues la noche es fría y la humedad hiere como un cuchillo, al menos es lo que yo siento desde mi ventana abierta a la noche.