lunes, 14 de febrero de 2011

En el refugio de los sueños: La metáfora

Hoy me han entrado ganas de escribir sobre el amor, quizás sea el día éste que nos han señalado los comerciantes para estar enamorados. Quizás.

No me refiero al amor aquél en el que las hormonas rebullían en nuestra sangre que parecían irse a salir por todos los poros de nuestra piel. Ni a aquel primer beso de aquella chica que perseguíamos por el parque con la mirada; aquel beso que nos supo a manzanas verdes e hizo que el sonrojo nos subiese hasta la cabeza, y con él la sangre que fue abandonando sus lugares de costumbre dejándonos los pies y las manos heladas, mientras duraron aquellos segundos sin duda maravillosos.

Tampoco me refiero al enamoramiento con tu chica de siempre, a la que cedías el paso a la entrada del cine y le comprabas palomitas en el entonces llamado “ambigú”, buscando conseguir con el alago los besos de la oscuridad obviando lo que acontecía en la pantalla. O a lo que llegaría poco después, cuando ya la conciencia de hacernos mayores nos llevó a intentar una vida en común, formar un hogar, una familia… en fin.

Claro que fue amor, qué duda cabe. Pero era un amor cercano al egoísmo que buscaba: la diversión, el placer… No amábamos de verdad. No era auténtico amor. Poco dábamos a cambio.

No, me refiero al amor del que cede, más que el del que da. Con el paso de los años sólo mantiene el amor de los demás el que ha sabido ceder. El que da lo hace porque le sobra. El que cede, sin embargo, se queda sin esa parte que otorga desinteresadamente, y ese es su valor.

Cuando pasan los años te das cuenta del valor del amor de la persona a la que amas en los más simples gestos. ¿Qué quieres para cenar, cariño? Me pongo en su lugar y pienso: ¿qué demonios me inventaría yo hoy para hacer de cena? Banal. No, tiene que ser difícil a lo largo de toda una vida complacer día tras día nuestros instintos más básicos; sólo el verdadero amor logra este hechizo. No creo que sea rutina, es más bien amor.

¿No es amor saber cuándo se acaba el bote de la lejía? Claro que es amor. Y amor es también llevar a casa un ramo de rosas sin que toque, sin que haya nada que celebrar, porque el verdadero cumpleaños del amor no cree en rutinas.

Esos dos cepillos de dientes son la metáfora del amor, llevan muchos, muchos años juntos.

domingo, 13 de febrero de 2011

En el refugio de los sueños: El álbum digital

Pero vamos a ver, ¿qué se le puede regalar a una mujer a punto de cumplir los noventa y seis años? La familia, bien intencionada, sugiere: unas gafas de sol, una chaqueta, unos zapatos… vamos lo normal. Parece que la chaqueta se va a llevar el honor de ser vestida por esa mujer: mi madre. No, ese color tan oscuro no, que le hace mayor… ¿mayor? Mejor ese verde aceituna que le hará más joven… ¿joven?, cuánto de juventud la vais a devolver… ¿diecisiete días? Lo primero que os dirá es que si la queréis vestir como Alaska, pues buena es con su ropa. Algún miembro familiar sugiere un bastón. ¡Deséchalo chaval, que la abuela se sujeta estupendamente del brazo de su hija o de quién la acompañe –no necesito estorbos de palo-! ¡Pues no es presumida ni nada! Alguien apunta: ¡Unos cascos de esos sin cables para escuchar la tele, que la pone tal alta que ofende a los vecinos! ¡Mejor unos audífonos!, continúa. No se los querrá poner, la comento, ni los unos ni los otros que ya lo hemos intentado. Dice que le molestan para oír. ¡Hay que fastidiarse, por no mentar al santo Jod (o era Job)!

Me dio por pensar, cosa rara en mí que suelo ser más de impulsos, y recordé haberle visto en más de una ocasión ojeando un viejo álbum de fotografías que ella misma ha ido confeccionando en los últimos años. Me dije: se lo voy a digitalizar (vaya palabro). Y ello me ha ocupado buenos ratos de los últimos días. “Robé” su álbum y pasé por el scaner aquellas viejas fotos en blanco y negro, al efecto de ir coleccionando un buen número de ellas para tener más cómodamente donde elegir. A algunas de las personas que aparecen en las instantáneas no las he visto en mi vida, pues son lógicamente amigos de mis padres. Pasando hojas me detuve en fotos de las hermanas menores de mi madre y pensé que también ellas tendrían viejas fotografías. Y ahí he estado haciendo una especie de árbol genealógico, pero eso sí en digital como mandan los tiempos en que vivimos.

Resulta sorprendente como pasados setenta años o más, aquellas caras juveniles de mis tías – llegaron a ser once hermanos entre chicos y chicas, vamos una familia numerosa como las de ahora – las observo entre los que ahora vivimos. Se repiten en mis primas, en mis primos, en mis hermanos. Debe ser cierto eso de que a medida que nos hacemos mayores nos parecemos más a nuestros progenitores. Pero lo que más me sorprende de aquellos años, por la edad serán de los años treinta, es la preciosidad de la ropa que vestían: aquellos inconfundibles trajes de chaqueta de finales de los veinte. Se podrá decir que se arreglaban para la foto, pues va a ser que no. Son instantáneas tomadas en la calle, se nota que es cualquier día del año: las hay con prendas veraniegas y también otras rodeadas de nieve con aquellos abrigos largos que tanto las favorecían. También se ven algunos hombres: mi padre, siempre con su bigote –no recuerdo haberle visto nunca sin él -, los maridos de mis tías…todos con traje y corbata. Mi padre –lo juro- iba a la playa, ya en los años setenta-ochenta trajeado.

Me sorprendió una fotografía en la que se ve a varias de mis tías en la plaza de toros de Zaragoza - me lo contaron ellas la tarde que compartimos fotos, solera 1874 y pastas -, con unos primos que por lo visto tienen en la ciudad maña, aún deben vivir alguno de los hijos de aquellos primos. Me sorprendió porque al principio no reconocí a una de aquellas bellezas del coso taurino. Caí, no obstante, enseguida: no podía ser otra que mi tía Clara, la única rubia de la familia. Su pelo actual, casi blanco, sigue siendo igual de interesante. Mi familia es de pelo muy oscuro, pero Clara nació rubia, rubia y con unos ojos entre verdes y azules; vamos que en aquella antigua fotografía llegué a confundirla nada menos que con Lauren Bacal. Juro que se parecía.

Ahora sólo me toca elegir pues entre unas y otras, más las que tengo en casa de hijos, nietos, biznietas, sobrinos y demás familia, se me va a hacer eterno. Espero que la haga ilusión recordar toda su vida.