lunes, 25 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: Los olores

La misma esquina siempre. Ángel tirita de frío. A veces nota un cierto alivio: sucede con poca frecuencia este invierno – piensa el chico-. Sus ojos están velados desde su nacimiento. Él no vio nunca la primera luz al nacer, pero cuando el sol, así le han dicho que se llama, parece acariciarle el rostro, intuye una cierta claridad y sonríe. Nadie puede decir en esta ciudad en la que vive que alguna vez le vio triste: Ángel siempre tiene una sonrisa en los labios, aunque nadie se acerque hasta donde está; sabe que tarde o temprano alguien hablará con él. Los más le pedirán simplemente un billete de lotería; los menos le preguntarán cómo se encuentra: son los habituales, los que más tientan a la buena fortuna. Pero Ángel también sabe que algunos lo hacen por lástima. A todos se lo agradece de la única manera que entiende: les desea suerte con su clara sonrisa.

Ángel disfruta con el aire, no con el viento, con el aire. Los olores, los aromas, los perfumes de mujer están ahí, colgados del cielo, y él los siente, como aquel rayo de sol que le calienta. El olor de ella es diferente, más fresco, más suave, más cálido le parece. La siente desde lejos a poco que el aire sople en su dirección y desvía su vacía mirada hacia sus pasos. Ella no aprecia que aquellas cuencas muertas le estén observando, sin verla, desde que salió del soportal de la plaza. El paseo es un murmullo de voces: bebés que lloran en sus cochecitos, abuelos que les sisean para que se duerman, gente que camina con prisas, desde lejos se escucha un violín de alguien que se gana la vida como puede, pero Ángel ya sólo piensa en aquel olor que se acerca poco a poco, sin hacer ruido, como de puntillas. Aunque la mujer pisara hojas secas de otoño, Ángel no las oiría. Solo el olor, su olor, el de ella. Lo demás no cuenta.

Cómo será María. Cómo será una mujer. No lo sabe. Nadie le ha explicado todavía algunas cosas. Podría preguntárselo –se dice sin convicción-. Quizás mañana u otro día, hoy no se atreve. La chica ya está muy cerca, lo sabe; el olor no le engaña. Decide saludarla.

-Hola María, ¿ayer tampoco hubo suerte? –dice mirando al vacío.

La chica se sorprende. Cómo ha podido conocerla. No, ayer tampoco, contesta. - -Dame un cupón para hoy, a ver si salgo de apuros.

-María, ¿cómo eres? –se sorprende el chico preguntando.

-…No sé, como todas, creo.

-Tu olor es diferente.

-Será el perfume,…supongo.

-No, ese aroma lo he sentido en otras mujeres. Tu olor es diferente. Me gusta más.

María se ruboriza, no sabe que decir. Ángel es guapo, muy guapo –piensa mientras le observa-, sólo los ojos afean levemente su cara.

-Debo irme –dice la chica.

-¿Entonces no vas a decirme cómo eres?

-Quizás otro día.

-Me gustaría tocarte –le suelta Ángel sin malicia.

-…Pero

-Tu cara, tus ojos, tus manos, tu cuerpo. Yo no sé como es una mujer.

María no sabe que decir, está como paralizada. Afortunadamente no hay nadie cerca que pueda escuchar la conversación. Eso le tranquiliza.

-¿Aquí, ahora? –pregunta sin saber bien el porqué.

-Claro –contesta el chico sorprendido.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Hay mucha gente en el paseo, podrían vernos.

-¿Y?...

María entiende la inocencia del chico. Pero dar ese paso es algo que no se hubiera imaginado jamás. Se queda mirándole. La sonrisa de Ángel no se ha borrado de su cara en ningún momento. Quizás debiera complacerle. Parece sincero. Es posible que le fuera de mucha ayuda, que le sacara de su ignorancia. Cuántos años debe de tener: dieciséis, diecisiete…quizás alguno más. María se deja llevar.

-¿Cuántos años tiene, Ángel? ¿Es tu nombre, verdad?

- Dieciocho. Sí. ¿Por qué querías saberlo?

-No, simple curiosidad, pareces más joven.

-No has contestado a mi pregunta todavía. ¿Puedo tocarte? – pregunta el chico alargando su mano hacia la cara de la chica- Sólo así puedo conocerte.

María se deja hacer. Es suave tu piel –dice él-. Como la de las manzanas verdes –añade mientras coloca sus dedos cobre los ojos de María, quien lleva ya unos segundos con ellos cerrados-. La mano de ella toma la de él y se la lleva a su boca besándola con dulzura.

-Ángel, ahora tengo prisa, debo volver a mi trabajo, pero si quieres esta tarde nos vemos…quedamos –rectifica- …en mi casa y allí te explico como soy.

-De acuerdo…y perdona por haberte entretenido –dice Ángel mientras María se aleja con la cara vuelta hacia él.

-El aroma de la muchacha se va perdiendo en el aire mientras se aleja.

jueves, 21 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: EDOUARD MANET

“Extracto de mi novela “El balcón”, una visión sobre la vida parisina del pintor Edouard Manet, el impulsor del movimiento impresionista. Aunque la novela relata de forma ficticia la vida de cada uno de los personajes que se ven retratados en el cuadro, estos personajes fueron reales y parte de lo que escribo está basado en los sucesos que rodearon sus vidas”. (Componen la escena Berthe, pintora y cuñada de Manet, Jenny, violinista y prometida de Jean Guillemet pintor y amigo de E.Manet. El cuadro es contemplado por Suzzane esposa del pintor impresionista.)

-¡Voilà! ¿Qué os parece mi balcón? Es el lugar preferido para asomarme, sólo que ahora sois vosotros quienes miráis al mundo.

En el cuadro se hallan retratadas Berthe y Jenny en un primer plano; Berthe, sentada en un taburete, apoya su antebrazo derecho sobre la barandilla mientras Jenny está de pie junto a su amiga. Ambas miran al exterior. En un segundo plano, Jean, impecablemente vestido, también mira a la calle entre las dos muchachas. La silueta de un camarero aparece al fondo de la escena, difuminada; Suzzane cree ver en ella a su hijo León.

Todos miran el cuadro sin atreverse a efectuar comentario alguno mientras Edouard enciende, por enésima vez en aquella noche, su pipa. También el pintor calla. Comprueba con su escudriñadora mirada la reacción de sus amigos. Como siempre supuso, cada personaje se fija más en su figura retratada que en la de los demás; también Eugéne cae en aquel pecado al contemplar con fijeza el rostro de su amada Berthe -¿Intentando buscar algún defecto, quizá?, piensa Edouard-. Suzzane no tiene ojos más que para su hijo, pero la presencia del muchacho, caso de que lo fuera, es puramente anecdótica; hasta ella misma lo comprende.

-Edouard -Jenny es la primera en romper el silencio-, ¿de verdad me ves con esa tristeza?

La muchacha aparece en el cuadro hermosamente vestida de blanco, sujetando entre sus brazos y el pecho una pequeña sombrilla de color verde, mientras se pone unos guantes amarillos. Su rostro de rasgos orientales parece alargarse con la flor que porta prendida a su cabello.

-La primera vez que vi tu rostro, Jenny, me pareció que te embargaba una enorme tristeza, y aquellos rasgos se quedaron grabados en mi mente. A lo largo de estos años tu rostro ha ido cambiando, se te ve más feliz –dijo el pintor mientras su mirada se cruzaba con la de Jean-. Algo ha debido pasar en tu vida para tan beneficioso cambio, pero he preferido respetar mi memoria; me parece más interesante aquel momento de tu vida para ser expresado.

-¿Y yo, Edouard? -pregunta Berthe-. Noto una cierta soledad en el rostro, en la postura, como si no tuviese a nadie a mí alrededor.

Berthe lleva un vestido, también blanco, pero con mayor profusión de encajes que el de Jenny, más sencillo. Las mangas cuelgan de sus muñecas dando una visual vaporosidad a los encajes. Un enorme cuello salpicado igualmente de finos encajes y bordados cae por sus hombros y deja ver en el escote una preciosa gargantilla de la que pende un camafeo. Su mirada, al igual que la del resto de los personajes, se pierde en el exterior. Entre sus manos luce un abanico, según la moda española.

-También te has fijado en tu soledad. Me alegro de ello, Berthe -dijo Edouard mientras aspiraba una bocanada de tabaco-, siempre has sido una mujer alegre, pero cuando entraste al taller por primera vez, buscando recibir clases de pintura, tu situación emocional distaba mucho de ser la que hoy en día posees. Sin duda mi hermano estará de acuerdo conmigo, amén de haber contribuido a dicho cambio. Mis recuerdos también me han transportado a aquella situación. Te preguntarás el porqué. Pues no lo sé. En tu caso también me pareció más pictórico. Pero si os fijáis, y estoy seguro de que así ha sido, tanto tú, Berthe, como Jenny, poseéis esa rara belleza que muestra la subjetividad, mi subjetividad; esto lo decía mi buen y querido amigo Baudelaire a quien la muerte nos arrebató de nuestro lado: “Sólo lo bello es raro”, afirmaba.

-Y yo, Edouard -el que hablaba ahora era Jean-. ¿No te parece excesivo ese porte que me has dado?

-Eres tú, mi buen Jean, no lo dudes. Al menos así te veo. Sólo que tú eres raro sin ser bello.

-Tu sarcasmo me conmueve. De cualquier manera, permíteme que sea tu primer crítico sobre este cuadro. Una vez más vas en contra de la Academia. Aun sabiendo que ésta es tu postura, ¿no te parece que utilizar esos verdes oscuros tanto en el barandal del balcón como en las contraventanas están fuera de lugar? Dónde has visto en todo París esos tonos tan crudos en el exterior de nuestras viviendas. Y el color de mi corbata: ¡azul! ¿No querías que fuese un aristócrata? Jamás usaría ese color. Blanco y negro mi querido Edouard; esa es la verdadera elegancia.

-La verdadera elegancia, mi querido crítico, consiste en el equilibrio de nuestro aspecto exterior con nuestra vida interior, no en el color de una corbata. Por lo que respecta a lo demás tienes toda la razón. Yo no pinto para provocar a nadie, pero sí para que la gente que ve mis cuadros reaccione y entienda que la pintura hay que vivirla, sentirla. Ya os lo decía antes: tan sólo busco la sensación visual del espectador. Me habláis de soledad, de tristeza, de informalidad academicista. Cada uno de vosotros únicamente ha mirado una parte del cuadro, la que más le interesa, no habéis visto la obra en conjunto. Haced ese pequeño esfuerzo, por favor, es todo cuanto os pido y creo que mi pintura se merece. Mirad el conjunto e id más allá. Estáis mirando al exterior, algo llama vuestra atención en la calle: los transeúntes, los coches de caballos, algún incidente quizá. Cada uno de vosotros tiene la obligación, diría, de crear una historia. Es vuestro pensamiento el que debe volar. El estado o los políticos, podrán quitárnoslo todo, todo menos el pensamiento, lo que nosotros queramos ser internamente, eso jamás lo perderemos.

-Y cual es tu historia -pregunta Suzzane, a quien la presencia de su hijo le ha hecho caer, también, en el error comentado por su esposo.

-¿Mi historia? Buena pregunta querida. Tal vez no estoy preparado para responderla puesto que al pintar este cuadro pensé más en vosotros que en mí. A través de esta amplia ventana se debe, ante todo, observar para descubrir. Claro que también se puede crear, inventar una historia, lo que de alguna manera os pedía hace un momento. Habéis estado almorzando en uno de los restaurantes más lujosos de París para comunicar, al resto de amigos, vuestro próximo enlace matrimonial -Edouard hizo este comentario observando a Jean y Jenny los cuales sonrieron al cruzarse sus miradas-. Vuestros estómagos han quedado satisfechos de la abundante comida y tras los postres habéis tenido la necesidad de salir a uno de los balcones del establecimiento a respirar el frescor que llega desde la arboleda próxima, o quizás hayáis sentido bullicio en las calles y vuestra curiosidad os ha empujado a asomaros. O tal vez a ambas cosas. A poco que observéis la tela, os percataréis de que vuestras miradas se dirigen a lugares distintos; cada uno de vosotros tiene pues una historia diferente. El muchacho en la sombra se está fijando en vosotros tres, por lo que sus pensamientos deben estar relacionados con vuestra presencia en el restaurante. Yo no estoy asomado a ese balcón. Mi balcón es contemplar vuestra actitud, y esta es bastante distante; tan sólo Jenny se ha percatado de mi presencia y me mira fijamente con sus inocentes ojos. Pero tras su mirada se esconde una cierta tristeza. ¿Qué puede pensar nuestra pequeña?, sólo ella lo sabe. Tú, Berthe, te ves separada del resto, en soledad decías, pero la actitud de tu cuerpo demuestra seguridad, firmeza. Te has sentado confortablemente y apoyas tus brazos sobre la balaustrada. Observas el paso de aquella pareja que te ha llamado la atención. Él es bastante mayor que la dama que lleva de su brazo, y te preguntas si será su hija, su sobrina o su amante. Hablo de tranquilidad teniendo en cuenta el pequeño perro que también observa el exterior ovillado entre tus pies. Es una instantánea de vuestras vidas lo que contemplo. Jean está ausente, pero su pose es natural en él, es aristocrática, parece estar por encima de lo mundano, pero seguro que también tiene sus problemas, sus inquietudes. Pensará en Jenny o en esos problemas de Estado que últimamente le desasosiegan; pero no pierde su compostura; parece estar, como os digo, por encima de esos avatares. Pero todo esto es mi punto de vista y es lo que he tratado de plasmar en la tela. He pretendido hacer veraz lo que intuyo en cada uno de vosotros ya que os conozco desde hace años, y al escuchar vuestras opiniones creo haberlo conseguido.

Un profundo silencio se podía escuchar en el taller. Las dos lámparas de gas emitían un sinuoso silbido sobre sus cabezas y tan sólo la aspiración de la pipa por parte de Edouard emitía un pequeño sonido reconocible. Las miradas recorrían la tela, ahora, como Manet les había dicho. Cada rincón era escudriñado; nada quedaba fuera de sus miradas.

Jenny reparó en su sombrilla. Recordó haberla abandonado en algún lugar de su pequeño apartamento, el día que decidió vivir con Jean. También recordó que cuando conoció a Edouard la usaba con frecuencia en las mañanas de calor. Edouard se fijaba en las cosas.

Berthe recorría, igualmente, el lienzo. Sus ojos, al igual que sus labios, callaban. Pero, ¿qué hacía aquel caniche oscuro y sin rostro entre los luminosos pliegues de su vestido? Ella también había dado algunos pasos en pintura y enseguida captó la contraposición del negro pelaje del perrito con su inmaculado ropaje; le daba a éste más vivacidad, resultaba más real, más virtual. Tal y como había insinuado Manet. El perrito también daba a la escena una serena impresión de reposo, de tranquilidad.

Jean, por su parte, trataba de conformarse. No estaba de acuerdo con su amigo, como tantas otras veces, pero no dejaba de entender que Edouard tenía razón, que su apostura, aunque él no la reconociera, debía contemplarse de esta forma a los ojos de los demás. Así van transcurriendo los minutos; unidos por la escena y el silencio.

miércoles, 20 de octubre de 2010

CATEDRAL DE BURGOS, 2






CATEDRAL DE BURGOS. 1






CATEDRAL DE BURGOS









Fotos tomadas esta misma tarde desde el tejado de una casa prácticamente anexa a la fachada principal de La Catedral. Se está retejando el tejado y he podido acceder a él pues el arquitecto es de la familia, mi hermano Javier sin ir más lejos. La oportunidad era única por la altura, unos quince metros, y tener la visión de la catedral desde una perspectiva quizás única. Paso algunas de ellas porque me parece que el punto de vista es distinto a ver el edificio desde sus pies. Espero os gusten.

miércoles, 6 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: Las monedas (2)

Antes de las carcajadas su solitaria cama se llenó de muchas noches de incertidumbre.

Luis trabajaba, junto a una veintena de compañeros, en la cadena de fabricación de monedas. El ruido de las máquinas era ensordecedor. Apenas si podían mantener algún tipo de comunicación entre ellos, por lo que pasaban la jornada sumidos en su trabajo, y en el caso de Luis absorto en sus propios pensamientos. Pensamientos que le trasladaban a los calabozos de la prisión y a la pérdida de dignidad y libertad que tuvo que soportar. Pero cómo vengarse…

Con los troqueles preparaban para su fabricación monedas de: cinco céntimos, de diez, de veinticinco, de cincuenta (los llamados dos reales), de una peseta, la famosa “rubia” por su color y que era la unidad de todo el sistema monetario. Fabricaban así mismo, la moneda de cinco pesetas y la de cien que sólo ostentaban las clases pudientes de aquellos años. A diario pasaban por sus manos y por las de sus compañeros, de forma indistinta y arbitraria, la creación de aquellas monedas. Trabajaban al unísono por lo que cualquiera de ellos podía estar trabajando en una única moneda o en varias el mismo día.

A Luis Alarcia Ginés le dieron aquella mañana calurosa del mes de agosto, pocos días antes de tomar un período de vacaciones, el troquel para fabricar la moneda de cincuenta céntimos.

El troquel venía dividido en diez partes, que el operario tenía que ordenar según el diseño de la moneda que se le adjuntaba. Luis se sabía de memoria la combinación, pero en aquella ocasión, se fijó en una de las piezas y… sonrió.

La moneda de cincuenta céntimos era, sin duda, la más popular entre la gente, quizás por el vacío que tenía en su centro. Aquel agujero, en muchos casos, era utilizado por la juventud de la época para adosarlo con un remache a un cinturón. Con un buen número de ellas se fabricaba, caseramente, quizás uno de los primeros complementos de moda masculina. Pero vamos a lo que nos interesa.

Aquella moneda de cincuenta céntimos con su agujero interior era llamada: “caraba” (nunca supe el porqué de dicho nombre). En su anverso se podían ver: la palabra España en mayúsculas, haciendo arco con el exterior de la moneda, el año de acuñación, el timón de un barco y un ancla de barco. En su reverso coexistían; el 50 en numeral, la palabra céntimos debajo de la cifra, y el escudo de España con el yugo y las flechas. Luis seguía sonriendo.

La tirada, como de costumbre, cada vez que se hacía era de 25.000 monedas. Veinticinco mil sonrisas.

Después de una semana, tiempo en que las monedas fabricadas ya circulaban, y un día antes de tomar vacaciones, Luis pidió permiso para hablar con su directo superior. Ya en el despacho le expuso la razón de su inquietud. A su jefe un color se le iba y otro se le venía. Incrédulo, hasta que Luis le mostró una de las monedas, que según le dijo le habían dado en un comercio burgalés, estuvo a punto del desmayo: “El yugo y las flechas de la Falange Española lucía brillante en la moneda, pero boca abajo”.

Intolerable, esto es intolerable, bramaba el director de la Fábrica de Moneda y Timbre. ¡Que me traigan al causante de este atropello, inmediatamente!

¿Causante? ¿Quién era el causante?

Un error, sólo un error, señor Director. Hay que andar con pies de plomo y tratar de sacar de la circulación las monedas –se atrevió a esgrimir el subordinado- Y menos mal que Luis Alarcia nos ha puesto en sobre aviso.

Fueron unas vacaciones llenas de incertidumbre para Luis. Durante aquellos días estuvo al acecho de una llamada de la fábrica. Esta no se produjo y con el fin de las vacaciones y el regreso a su trabajo, se disipó aquel motivo de preocupación. Por fin pudo sonreír, reír de placer, la calle estaba regada de aquellas monedas.

Nota: “La historia es lógicamente ficticia, pero la verdad es que yo tuve en mis manos, a los doce o trece años algunas de aquellas monedas con las flechas boca abajo. El Banco de España las pagaba a doce pesetas y cincuenta céntimos (con caraba auténtica), a todo aquel que las entregara. Supongo que la mayoría lo hizo( yo y mis amigos incluidos) ya que la recompensa era apetitosa, pero es seguro que algún hábil coleccionista aún las tendrá en su poder”.

martes, 5 de octubre de 2010

En el refugio de los sueños: Las monedas (1)

Luis Alarcia Ginés estuvo en la prisión de Burgos quince años. Desde 1938 hasta las navidades de 1953. Tenía al salir treinta y siete años. La mayor parte de su juventud la pasó entre rejas. Cuando logró la libertad, su aspecto físico era el de un hombre mayor. Pero la vida le estaba esperando para darle una nueva oportunidad y poder saborear una pequeña venganza en recompensa por aquello en lo que había creído, luchado y perdido.

Afiliado al Frente Popular, en Cáceres, fue capturado y hecho preso en el frente de Madrid y trasladado a la prisión de Burgos. Evitó un juicio sumarísimo por no haber sido un miembro destacado de aquel partido republicano; aún así se libró milagrosamente de formar parte de alguna de las “sacas” que con la llegada de la noche “sacaban” fuera de la cárcel a los vencidos de la Guerra Civil.

El ocho de diciembre del citado 1953 pudo respirar la libertad. Solo, sin dinero, lejos de su tierra, sin amigos que le pudieran socorrer, durmió en un banco de la estación del ferrocarril de la ciudad burgalesa aquella primera noche. Únicamente quien haya llegado a esta ciudad una noche invernal y se haya apeado en los andenes, hoy demolidos, podrá comprender el frío que tuvo que soportar nuestro amigo Luis; claro que peor fueron los años de cautiverio, aunque allí sí pudo contar con la amistad de otros presos republicanos como él. A algunos les vio sacar a culetazos de las celdas, otros, como él, sobrevivieron y su amistad perduró durante todas sus vidas.

Buscar trabajo era su principal preocupación. Hasta encontrarlo vivió de la caridad de la gente, como tantos otros que habían sido alejados de sus hogares. Por aquellos años era difícil viajar, sobre todo si no se contaba con dinero. Además a Luis nadie le aguardaba en Extremadura: sus padres habían muerto como consecuencia o causa de aquella incivil confrontación entre hermanos. Probó suerte: el trabajo era escaso. Al final la fortuna le sonrió.

El General Franco había inaugurado en julio de aquel mismo año la Fábrica de Moneda y Timbre; ésta apenas había iniciado su funcionamiento. El historial de nuestro hombre, si es que alguna vez lo tuvo, no había trascendido, y Luis fue admitido. Su primera labor fue de carretillero: traer y llevar de un sitio a otro el papel con el que se confeccionaban los billetes; cuando años más tarde llegó el metal para la fabricación de las monedas, él ya había abandonado aquella primera labor. Llegó a oficial primero, encargado del troquelado de las monedas. Cuarenta y dos años más tarde se jubiló: tenía cerca de setenta años. Pero antes, al cumplir los cuarenta y tres pudo sonreír, reír a carcajadas sería más preciso decir.

(continuará).