lunes, 22 de septiembre de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (14 y último)

        En la calle Luis y Rubén habían seguido discutiendo cada vez con menos vehemencia, sabedores de que en el amor siempre gana el otro y que al final sería Cristina quien decidiese su futuro.

       Era la última tarde. Sabía que podía volver cuando quisiera, así se lo había pedido doña Soledad y ella se lo había prometido sin dudarlo un minuto. Se habían hecho cómplices aquellos dos intensos meses de verano. A veces, pensaba Cristina, cómo era posible que aquella anciana que nada tenía que ver con el tiempo que le había tocado vivir a ella estuviera tan próxima en sus pensamientos, mucho más cercanos que los de su propia madre, mucho más joven y en apariencia más cerca de sus ideas, pero a la que nunca se había atrevido a confesar sus problemas más íntimos, y sin embargo con aquella mujer al borde de la senectud física se había abierto su corazón.

        Mi niña,  ayer te contaba una de los últimos enredos que me sucedieron en Grecia. Grecia fue nuestra última residencia. Allí se jubiló Alfredo, más o menos por mil novecientos ochenta y cinco, no recuerdo bien. Aquí en España se respiraban ya, por fin –dijo elevando la voz y los ojos hacia el techo-, aires de libertad, esa de la que disponéis ahora los jóvenes. En Madrid,  han ido transcurriendo los años sin apenas darnos cuenta. Hace tiempo que Alfredo no quiere salir conmigo a la calle -Cristina no pudo evitar un suspiro- Si voy de compras, sola; si salgo al cine, sola; ni con amigas puedo ir, ¡se han quedado todas sordas! Bueno, me consuelo con el cóctel de mediodía, eso sí que no lo perdono. ¡Qué Alfredo no quiere venir, tanto mejor, lo paso divinamente con las chicas!  Claro que Alfredo lo pasó muy mal hace unos años con la muerte de su cuñada, Elvira, la mujer de su hermano Francisco, y con lo que le sucedió a su sobrina Marisa. Creo que te comenté que algún día te contaría esa historia. Hoy es el último día que vienes a verme…de momento –emitió un leve suspiro mientras miraba los profundos ojos azules de Cristina- y no quiero que te marches sin conocer esta otra parte de mi vida. Ochenta y seis años hace que nací y quizás esta sea la historia que más me ha conmovido y que nos ha hecho sufrir tanto a Alfredo como a mí. Pero en fin la vida continúa y al menos para Marisa, nuestra sobrina, las cosas terminaron bien. Verás:
  
               “Marisa tenía las  manos sobre los ojos; los dedos ejercían un suave masaje que le relajaba del cansancio de la lectura. Las gafas subían y bajaban al compás del lento movimiento.  Echó la cabeza hacia atrás reposándola en el sofá. Abrió los ojos y  se quedó con la mirada fija, casi perdida, sobre el objeto que acababa de comprar en la tienda de chinos del barrio al que se había mudado hacía dos días. Era su primer adorno: un pequeño cesto de paja. Para dejar las llaves y el móvil al regresar a casa –pensó al comprarlo-.  En el equipo de música  sonaba “A hard day´s night” de los Beatles. Volvió a la lectura pero la cabeza de la mujer comenzó a deambular por otros territorios.
       Su madre había muerto hacía cinco años. Marisa no tuvo hermanos y, al decir de las amistades de sus padres, siempre había sido una niña si no consentida al menos mimada. Ella no recordaba haberse sentido así nunca. No olvidaba  el cariño de Elvira, su madre; siempre estaría  presente en su vida este recuerdo. Sus padres  le habían enseñado a saber valorar que el trabajo y el estudio le habrían de proporcionar los medios para valerse en la vida. Y su ayuda, su inestimable ayuda cuando más la necesitó, cuando aún era una adolescente de quince años. Pensaba en su madre mientras seguía contemplando aquel cesto que había comprado, abandonada ya la lectura del libro que reposaba, ahora, en su regazo. A Elvira no le gustaron nunca los estudios que había elegido su hija: “Técnico de Medio Ambiente”. Pero ¿qué sabes tú del ambiente ese, qué es eso, por dios? –le preguntaba con frecuencia-. ¡Si parece  oficio sólo de hombres! Siempre me gustó la naturaleza–contestaba la chica-. Sí, pero de gustarte a vivir de ese trabajo va un abismo –respondía Elvira-. ¡Tienes que prometerme que vas a elegir otra profesión!  ¡Y mira como vistes, si pareces … qué sé yo… no sé lo que iba a decir! ¡Arréglate un poco y los chicos se fijarán más en ti! Marisa nunca se lo prometió y desde que su madre había muerto una especie de desconsuelo parecía haberse apoderado de su vida, como si Elvira hurgase desde el más allá la herida abierta en la conciencia de su hija. Con su padre era distinto. Parecía entenderla más y dio por buenos aquellos estudios. Ahora, de alguna manera le había abandonado al marcharse de su ciudad; pero el trabajo mandaba. Francisco así lo entendió y aunque en su fuero interno sabía que estaba perdiéndola, al menos de contar ya con su compañía diaria que tanto bien le hacía desde el fallecimiento de su esposa, también sabía que la vida de Marisa le pertenecía a ella y había de vivirla según su entender. Quizá también la ayudara a olvidar.
        Alta, delgada, de pelo corto y ensortijado, apenas dejaba huella en los demás. Tampoco  con su carácter retraído daba pie a entablar demasiadas relaciones de amistad. Llevaba siempre puestas aquellas gafas de montura antigua e indefinida tan poco favorecedoras. Y qué decir de su forma de vestir: su ropa siempre parecía pasada de moda. Apenas se arreglaba para salir a la calle. Ojos, labios y pómulos parecían huir de la alegría de vivir. Y sin embargo para alguien que la observara con atención, tras aquellas gafas y aquella cara que siempre parecía recién lavada, podían descubrirse unos ojos claros, transparentes,  y un rostro inteligente. Podría ser hasta atractiva y guapa tan sólo si se lo propusiera, pero estaba claro que la felicidad en aquel aspecto no era una de sus prioridades. 
       Volvió al libro. En la lectura se percató de que la protagonista de aquella interesante historia se parecía demasiado a ella misma. Sonrió por la casualidad; era como si el autor se estuviera burlando, como si la conociera desde siempre. Sólo era una coincidencia que la Nora del relato tuviera más o menos su misma edad, veinticinco, fuera alta y delgada y también hubiera prometido, en este caso a su padre, algo que tampoco había podido o querido cumplir. Se enredó en la lectura, las casualidades se quedaban ahí, hasta que sintió que sus ojos se perdían en las letras por falta de luz; la tarde tocaba a su fin y la cercana oscuridad comenzaba a alargar las sombras en la calle. Inconscientemente abandonó el libro sobre la mesita próxima y encendió la lámpara, alargando su brazo izquierdo, que emitió una luz blanca y mortecina que poco a poco fue ganando en intensidad. El techo de la pequeña sala  hizo de pantalla y llenó de claridad la estancia. Marisa recorrió las desnudas paredes y el escaso mobiliario: un pequeño sofá de dos plazas, una mesita y un mueble que trataba de ser moderno sin conseguirlo, eran todos los elementos que adornaban aquel espacio. Una bombilla colgaba del techo a la espera de ser vestida. Pero era su primer domicilio; un apartamento pequeño y barato de alquiler, pero bien situado en el centro de aquella pequeña ciudad del interior.
      El disco de los Beatles hacía tiempo que había dejado de sonar. Marisa apenas si había seguido cada uno de los temas que reconocía a los primeros compases, pues aunque la época que le había tocado vivir no se correspondía con la de los chicos de Liverpool, su padre escuchaba esa música con frecuencia, con “demasiada” según su madre a la que la música parecía atormentarla y ponerle nerviosa. De hecho los ruidos, inevitables en un piso de comunidad, le alteraban el ánimo de forma que hasta ella misma era consciente de su fobia. Ese nerviosismo lo transfería al entorno familiar creando, en ocasiones, situaciones incómodas e incluso cómicas y que al decir de Francisco no venían a cuento. Marisa sonreía recordándolo, pero en su rostro siempre había, desde hacía años, una mueca de extravío, de desinterés… de abandono. Cuando se miraba al espejo, éste le devolvía una obstinada distorsión de todo lo que la chica pretendía hacer con su vida. No había nada peor que aquello, mirarse y ver en el reflejo su rostro de siempre: hundido, doliente y esquivo. Parecía una broma que el destino trataba de hacerle creer. La chica procuraba rebatirlo mirando hacia otro lado,  para más tarde volver a aquel espejo, por ver si sólo se trataba de una pesadilla. Pero una y otra vez, en su regreso, el sudor le empapaba  el rostro, le recorría  los brazos y sus manos resbalan al intentar tocarlo. Se acabó, se acabó para siempre –pensaba mientras se alejaba del reflejo.

Porque a pesar de su edad, Marisa tiene un pasado… duro y que no es  fácil de olvidar.

El aire azotaba la cara de la chica, que miraba fijamente las olas desde la duna próxima al lugar dónde estaba su pandilla de amigos pasando aquel caluroso día de playa, a pesar de la mano, que a modo de visera, tenía colocada por encima de sus ojos; la fina arena le molestaba en su observación. No veía a la niña, a Irene.  En aquella escena, abierta a sus ojos, había un error:  algo faltaba.   Atezada por el sol, Marisa, al contrario que su grupo de amigas, no se protegía de sus rayos. La naturaleza le había dotado de una piel dura y  aceitunada que con los primeros fulgores se volvía cobriza,  adquiriendo un color, envidia del resto de miembros  de la pandilla  que habían de embadurnarse de cremas con protección solar y buscar lugares a la sombra para que sus espaldas, brazos y piernas no se vieran enrojecidas los primeros días de playa. La duna, bajo la que se encontraban, les proporcionaba el cobijo necesario. Marisa desde lo alto de ésta seguía oteando la playa, sin  que a Irene se la viese por ninguna parte. Bajo la palma de su mano sus ojos claros contrastaban con su rostro bronceado.  ¡Irene! gritó  desde su improvisada atalaya, ¡Irene! Volvió a gritar, ya con desesperación. Sus amigas levantaron la vista hacia lo alto del montículo de arena.
        La búsqueda de la niña resultó estéril. Irene había quedado al cuidado de Marisa; los padres de ambas eran amigos y aquel verano Marisa se hacía cargo de la chiquilla; ganaría su primer dinero -para “mis cosas” decía-  mientras los padres acudían a sus trabajos.  Irene era como un juguete  para Marisa, y ésta hacía de hermana mayor de la niña.
       El mar devolvió, a las pocas horas,  envuelto en arena y algas, el menudo cuerpo de la pequeña, sin duda pensó que aquella criatura no le pertenecía.
       Ya nunca habría espacio en Marisa para ninguna otra cosa, tan sólo cabría en su conciencia lo que había sucedido.
       Nubes negras que no parecen querer desplazarse, cargadas de presentimientos erróneos, se sostienen en el aire como en un milagro. Debieran caer por su propio peso. Pero ahí están inmóviles, plomizas. Tan sólo una línea de claridad parece limpiar el horizonte, su horizonte, quizás. Esto piensa Marisa, y ese pensamiento convive con ella desde aquel día. La tierra, bajo aquel cielo, también está oscura pero en ella se puede atisbar un grado menor de negrura. Una esperanza, reflejada día a día en los ojos de su madre, por eso su pérdida se hace insufrible. Qué más puede depararle el destino. Las nubes cargadas de malos presagios no acaban de desaparecer; la tormenta no parece querer aliviarse sobre la tierra árida recalentada por el sol. Un soplo, tal vez sólo hiciese falta un soplo de brisa para que se alejara o al menos diera un respiro a la mujer.

Habían pasado casi diez años desde aquel aciago día hasta la llegada de Marisa a su nuevo domicilio en aquella ciudad de provincias tan gris y fría. Desde el primer momento comenzó a echar en falta la luz de su  pueblo costero, el sol, los verdes campos…  donde había transcurrido su vida hasta entonces. Pero ni un solo día de esos diez años había dejado de recordar a Irene. Era consciente de que los rasgos de aquella criatura, en el transcurso de estos años, ya no serían los mismos, así como su infancia poco a poco  habría desaparecido, pero el olor de aquella niña, eso no podía olvidarlo. Había anidado en su interior. Podía olvidar incluso a la niña que fue Irene pero su olor permanecería por siempre. El padre de Marisa, a pesar de que le dolía la marcha de su hija, pensó que aquel cambio le ayudaría a superar el dolor que sentía hacia aquella absurda pérdida.
      Curiosamente, Marisa cayó bien ante sus compañeros de trabajo en su primer destino, recién aprobadas las oposiciones para la administración. A ellas porque no veían en aquella mujer desgarbada y con aspecto tan poco femenino a  una contrincante, y a ellos simplemente porque apenas la miraron al llegar. La chica se introdujo sin hacer ruido, sin que se notara demasiado su presencia.  Asignada a la sección del “Fondo Español de Garantía Agraria” su trabajo consistía en comprobar los justificantes, que los bancos de la ciudad le enviaban,  para transferir fondos a los agricultores de las poblaciones limítrofes a la ciudad que habían depositado en los almacenes de la Junta los cereales recolectados. Un trabajo tedioso y escaso que para nada coincidía con sus expectativas ni con su  idea sobre el medio ambiente.
        En la sección tan sólo trabajaban dos personas:  don Santiago Palacios, Ingeniero de Montes,  y ella.
       -¿Técnico en Medio Ambiente? –dijo decepcionado al comprobar el informe de Marisa, mientras miraba a la mujer de arriba abajo-. ¡Había solicitado un ingeniero! ¡Así no empezaremos nunca con lo que de verdad nos interesa! En fin seguiremos con la rutina–y pasó a explicar a Marisa en qué consistía.

El timbre de su vivienda sonó con fuerza y extrañeza. Marisa, en albornoz, abrió con desánimo.
        -¡Hola! –dijo una gran sonrisa disfrazada de vida-.  Soy Noelia, tu vecina de enfrente. He pasado a saludarte. Me he enterado que acababas de instalarte y venía a ver si necesitabas algo. Ya sabes los primeros días que se llega a un lugar nuevo no se suele tener de nada –explicó de un tirón la mujer, desorientando a Marisa.
       -¡Ah! La verdad es que no he tenido tiempo aún ni de echar nada en falta, pero gracias –se esforzó en contestar Marisa.
        -¿Puedo…pasar?
        -¡Ah, sí! Perdona, es que no esperaba visita. Como dices acabo de llegar y no conozco a nadie. Me ha sorprendido el timbre.
       -Claro, lo entiendo. Ya te irás haciendo.
       -¿Quieres, un café? –preguntó solícita Marisa.
       -A estas horas mejor un té, si tienes. Es un poco tarde y el café me suele desvelar –aclaró Noelia. 
       -Sí, si tengo,  las infusiones son mi debilidad; me paso el día tomándolas.
       Mientras hablaban, Marisa estaba sorprendida de sí misma. Hacía mucho tiempo que no tenía una conversación con nadie, aparte de con su padre.  Aquella mujer le había seducido, quizá porque no lo esperaba o porque la franca sonrisa de Noelia  y sus ojos llenos de vida y de sinceridad le hacían recordar a los de su madre. Fuera como fuese entre las dos mujeres comenzó a fraguarse una complicidad a la que no fue ajena una sincera amistad, o tal vez porque ésta llegó sin previo aviso, sin que ninguna de las dos la buscase más allá de su conocimiento inicial. Sucede que a veces las cosas más sencillas de alcanzar se encuentran al otro lado de un simple rellano de escalera.
       Marisa fue, poco a poco, abriendo el corazón a Noelia. Y ésta le hizo partícipe del suyo. Noelia era algo mayor de edad que Marisa, pero las confidencias de las dos mujeres viajaban por los mismos senderos; se compenetraron bien desde un principio. Tan sólo en lo que atendía a la vida privada de Marisa, Noelia percibió una cercana reticencia a que Marisa le hiciese cómplice de su vida más personal, lo cual no dejaba de extrañarle, puesto que por lo demás sí sentía que Marisa se comportaba como una mujer accesible. Pero había algo en aquella mujer que le extrañaba, que no acababa de comprender. ¿Un desengaño amoroso? –pensaba con frecuencia-, pero quién era ella para preguntar.
        Fue aquella mañana al ir a trabajar cuando Marisa sintió “aquel olor” que parecía escondido pero no olvidado.
        Noelia le había hablado de Arturo, su marido, y de Carlota su preciosa niña de cuatro años de edad. Hasta aquel día Marisa no había visto a la pequeña. Un ligero retraso en ir al trabajo propició el encuentro. Coincidieron en el rellano de la escalera. Marisa se agachó para besar a la niña y volvió a percibir el olor de Irene.  Apenas le rozó la mejilla con los labios limpios de carmín. No pasó desapercibido el detalle a Noelia, a la que extrañó el comportamiento de su nueva vecina, y en la que pareció ver aquella reticencia que le tenía sorprendida. Marisa fue consciente de la incomprensión de su nueva amiga. Le miró fijamente a los ojos. Una lágrima parecía querer desprenderse de los transparentes ojos de la mujer, apretó con su mano el brazo de Noelia mientras le decía:
       - Noelia tenemos que hablar.
       Se alejó escaleras abajo tras mirar a Carlota e intentar esbozar una sonrisa. Noelia estrechó la mano de su hija mientras veía descender a Marisa.

-La niña lo nota; lo siento en sus ojos; en cómo me mira y los desvía con cautela, como si presintiera algo dañino por mi parte –dijo Marisa mientras sujetaba con fuerza la blanca taza de té-.  Noelia, Carlota parece adivinar mi pasado: su mirada me lo dice. –continuó hablando cada vez más alterada.
        Se hallaba de pie, junto a la ventana, con la mirada perdida en la calle, en el pequeño piso de Noelia y Arturo. Carlota, de rodillas sobre la alfombra de dibujos geométricos y apoyada en la mesita auxiliar, jugaba coloreando en un cuaderno, mientras su madre, sentada en el sofá, miraba con aire de preocupación a su amiga que en ese momento le daba la espalda; sabía por su experiencia profesional, que era conveniente dejar hablar a las personas, para que se desembarazaran poco a poco de sus problemas. El expresarlos era una buena terapia. Marisa entre sorbo y sorbo de la bebida seguía hablando acaso inconscientemente. Nunca, hasta ahora, se había visto en la necesidad de explicarse. Nadie le pidió nunca cuentas; los propios padres de Irene, por encima de su angustiosa tragedia, tardaron en comprender los duros momentos por los que pasó Marisa, como era natural, pero al cabo del tiempo aceptaron aquella nueva realidad en sus vidas y no pudieron por más que unirse a la tristeza que turbaba a Marisa.
        La mujer, sin apartar la mirada del exterior, continuó hablando, a veces sin conexión unas frases con otras, como si se hallara perdida. La pequeña taza de porcelana temblaba en sus manos.
- Carlota presiente algo; me tiene miedo Noelia.
              - No, Marisa tú eres la que tiene miedo; la niña sólo nota que no sabes expresarle cariño. Es lo único que sienten los niños. No te preocupes es sólo cuestión de tiempo, y además estoy segura de que Carlota te va a ayudar a superar tu problema. Lo sé por experiencia, no olvides que es mi trabajo.
              - ¿Tiempo? Llevo ya diez años y no logro olvidarlo.
              - No lo vas a olvidar nunca, Marisa, pero sí lo vas a superar. Creo que nunca te has enfrentado a ello. Has vivido con ello, pero eso no es lo mismo. Estoy segura de que esta conversación te va a ayudar más que todo ese tiempo transcurrido. Sin duda el cambio de lugar, tu nuevo trabajo, tus compañeros –alguno habrá que empiece a hacerte caso –,  nosotros: Arturo y yo… y sobre todo Carlota ya lo verás.
        Carlota levantó la vista de sus dibujos al escuchar su nombre, le brillaron los ojos al ver la cara alegre de su madre. Desde la ventana, Marisa volvió la cabeza y trató de sonreír a la niña mientras se dirigía hacia el sofá donde se encontraba su amiga, ésta la recibió abriéndole sus brazos. Sería pura intuición o la necesidad de cariño constante que precisan los niños, el caso es que Carlota dejando de pintar se unió a aquel abrazo introduciéndose entre las dos mujeres: colocó, primero, sus dos bracitos sobre el cuello de su madre; pasados unos segundos su brazo derecho abandonó su inicial postura para irse a posar sobre el pecho de Marisa.

El amor llegó envuelto en un buzo azul con hombreras amarillas; el chico que lo llevaba no se había quitado el casco de motorista, no lo había hecho en ninguna de sus visitas diarias como repartidor de correspondencia; lo hizo, aquel día, al fijarse con mayor detenimiento en Marisa, sentada  tras la mesa del despacho. La mujer acababa de cumplir veinticinco años cuando lo conoció; nunca antes la habían cortejado. Recordó las palabras de su madre: “¡Arréglate un poco y los chicos se fijarán en ti!” Tardó mucho en saber qué había visto aquel chico en ella, y era consciente de que ninguna de sus compañeras de la Administración lo entendería. Marisa estaba segura de ser un enigma para ellas; el aburrimiento que presidia su vida así lo atestiguaba. A ojos de los demás  parecía sólo entregada a su trabajo y a su propia vida interior. A poco que se profundizase, cualquiera se podía imaginar que aquella rutina que se  desprendía de ella no era del todo verdad. En sueños, Marisa, siempre tuvo un amante. Al calor de las sábanas se lo imaginaba como un ideal, pero en su ensueño nunca llegó a pensar que aquel amor fuera alto, grande como un oso, moreno, con los ojos negros y el pelo ensortijado que hasta ahora había ocultado, al igual que su rostro, tras el casco que aquel día decidió quitarse para mirarla. Y aquel chico que parecía aún rozar los límites de la adolescencia se quedó descubriendo los ojos transparentes de aquella mujer con el atrevimiento que da el paso de joven a hombre, sin bajar la vista mientras entregaba el sobre con los formularios que a diario repartía. Marisa sostuvo aquellos ojos negros, profundos, llenos de ganas de vivir y ansiosos de conocimiento,  en tanto alargaba el brazo para coger los documentos. Fue ella la primera en abandonar la contienda sabedora de que había perdido el primer asalto pero esperando la llegada del día siguiente.
        Don Santiago miraba la puesta en escena, abierta ante sus ojos, y no pudo por más que sonreír recordando, quizás, viejos y casi olvidados momentos de su vida.
  
-¡Roberto, Noelia, se llama Roberto! Lo he conocido en la oficina. Bueno él no es de  la Junta, pero va por allí todas las mañanas. Trabaja para un “courier”, ya sabes esas empresas que se dedican al transporte rápido de todo tipo de cosas: paquetes, cartas, documentaciones urgentes… Es así como ha estado yendo a diario por mi despacho. La verdad es que hasta el otro día que se quitó el casco de motorista no le había visto la cara ni los ojos ni el pelo negro y ensortijado. Es tan…tan, no sé cómo decirte. Y además es alto, delgado, muy hombre a pesar de su juventud; es menor que yo… dos años… creo.  No sé que habrá visto en mí, la verdad. La primera vez que me miró creía que me comía con los ojos; no los apartaba de mí. Más tarde, pensándolo, debí ruborizarme en exceso pues sentí la curiosa mirada de mi jefe sobre mi rostro. Nada dijo pero su cara lo expresaba con claridad.
        Noelia no había escuchado a Marisa hablar tan seguido y con tanto entusiasmo nunca.
             -Nunca pensé que se pudiera sentir algo así –continuó Marisa-. Tengo que poner al día mi vestuario –mientras hablaba se había dirigido hacia el armario del dormitorio-, a ver qué me sirve.  ¡No hay nada que me valga! ¡Mierda, mi madre tenía razón! Noelia, ¿quieres ir esta tarde de compras? ¡Ayúdame, por favor! –dijo, suplicando, una desconocida Marisa.
        -Sí, sí quiero… ah, y las madres siempre tienen razón –contestó una risueña a la vez que asombrada Noelia.

No, no  me pidas eso, por favor –rogó Marisa a Noelia-. Te lo ruego –añadió mientras juntaba las manos en actitud de súplica.
        -Arturo y yo estamos de acuerdo, así que no me gustaría que rechazaras nuestro plan; además nos harías un favor: tenemos ganas de pasar un fin de semana juntos… solos los dos –añadió con firmeza-. Hace más de cuatro años que no tenemos esta oportunidad, será para nosotros como una segunda luna de miel…, estamos atravesando un momento delicado en nuestro matrimonio - mintió-, … nos vendría muy bien, Marisa, te lo agradecería en el alma.
        - ¡Tres días! –replicó Marisa.
       - Sólo son dos, uno y medio si me apuras, volveremos el domingo por la tarde.
       - Noelia, sabes por lo que he pasado, no puedo hacerme cargo de Carlota. No puedo – repitió mientras una mueca de pavor se instalaba en su cara-, no me siento capaz.
       - ¿Crees que si no estuviera segura de lo que pido te dejaría al cuidado de mi hija?  Para que no te resulte tan violento te quedas en nuestra casa, así la niña se sentirá más cómoda con sus cosas. Además ya has visto que te ha acabado adorando, como era lo lógico. Ya llevas varios meses en esta ciudad, seis si no recuerdo mal.  Carlota no para de hablar de ti en casa; eres para ella como una segunda madre. La ves a diario, bueno últimamente la compartes con tu Roberto y a veces la niña te echa en falta. Por cierto ese chico se deja querer.
       Volvió la tempestad, las nubes negras, los ojos de su madre, la claridad aún lejos, en el horizonte de su vida. El olor de Irene, ese olor acaso insufrible que le martirizaba. La playa, el calor de sus pies en la arena, y el mar…el mar revuelto de algas, de recuerdos.
        Noelia y Arturo habían hablado e incluso discutido sobre la conveniencia de dejar a Carlota con Marisa un fin de semana. Arturo no estaba demasiado convencido ya que por una parte conocía menos a Marisa, y por otra estaba al corriente del pasado de su vecina, pero confiaba ciegamente en su mujer y en la profesionalidad de ésta en su trabajo. Noelia se lo pedía como un favor mutuo hacia ellos mismos y sobre todo hacia Marisa pues entendía que aquella acción podía ayudar a solucionar el problema de su amiga. Además contaba con la complicidad de Roberto al que había anunciado sus planes. A Roberto también le pareció una buena idea.
        Los días transcurrían inexorables para Marisa; la fecha en la que se iba a hacer cargo de Carlota se acercaba sin dilación. Roberto lo notaba; Noelia lo comprendía pero no dudaba de que su proposición fuera acertada; don Santiago se preocupaba por la falta de atención que Marisa ponía en su trabajo.
       -Marisa - le dijo una mañana en la que la mujer había casi evadido la llegada de Roberto en su reparto diario-. ¿Le sucede algo? Lo digo porque no parece poner atención en su trabajo. Si tiene algún problema no dude en decírmelo.
       -No don Santiago, es usted muy amable. Es personal, supongo que se pasará pronto. Además es que este trabajo es tan tedioso.
       -En eso le doy la razón. Yo, como creo haberle dicho, esperaba un ingeniero de montes, es lo que solicité en su día. Estoy contento con su “tedioso” trabajo pero no es lo que yo esperaba. Por cierto –dudo un momento para continuar-, ¿sus estudios no le permiten preparar la ingeniería?
       -Sí, necesito dos cursos para obtenerla. Ya lo había pensado.
       -Anímese, a mí me serviría de ayuda. En cuanto se pusiera a estudiar podría conseguir otro tipo de trabajo para usted, Marisa. No lo dude.
        -Gracias, lo pensaré.
       - No tarde en pensarlo que el tiempo vuela.
       Aquel sábado amaneció nublado. Qué otra cosa se podía esperar –pensó Marisa en voz alta-. La tormenta pasará, ya lo verás – le comentó un enamorado Roberto-.
       Carlota se balanceaba en el columpio. Era Roberto quién empujaba, con cadencia,  la espalda de la niña. Carlota reía. Un viento cálido soplaba en su cara infantil tras el movimiento. Su pelo volaba en cada impulso y se podían escuchar sus risas entre el griterío infantil. Marisa contemplaba la escena. Roberto dejó de columpiar a Carlota; ahora la niña jugaba con otros niños en la arena. Se acercó al banco donde se encontraba Marisa.
      - Me resulta  tan familiar –comentó la mujer con la cabeza gacha e intentando, con la punta del paraguas, garabatear sobre la tierra un imaginario dibujo-, tan lejano y tan próximo a la vez. Es como si hubiera sucedido ayer mismo. No lograré olvidarlo nunca… mientras viva estará ahí,  inundando mi existencia.
      - Ya te lo dijo Noelia: “No lo vas a olvidar nunca, pero tienes que superarlo”, y tiene razón, ya verás cómo poco a poco lo logras – convino Roberto a quien la situación empezaba a pesarle, pero al que sólo mirar los ojos de su amada le hacía olvidar todo lo demás.
       Carlota se cansó de jugar con sus nuevos amigos y se dirigió hacia la pareja.
      -Marisa tengo hambre y sed, mucha sed. Quiero un helado. Mamá me dijo que tú me lo comprarías.
      -¿Seguro que te dijo eso? –preguntó Marisa mientras se levantaba del banco. ¡Ven aquí, zalamera, que te voy a comer esos dos carrillos!, e izó a la niña para besarla.
       Roberto sonreía mientras meneaba cabeza. 
       Y el amor se metió en su cama. Carlota dormía plácidamente en la habitación contigua, a un paso de una nueva realidad.
       Los ojos de Marisa se llenan de lágrimas. El sabor de sus bocas les confunde;  aquel sabor a manzanas verdes se ha mezclado con el sabor del llanto dulce y alegre, y sonríen: ¡cómo no hacerlo! Roberto la toma en sus brazos con un deseo tierno. El hombre se sumerge en los ojos de su amada. Ve su imagen reflejada en el iris, pero no se percata de ello pues busca quedar inundado por el amor de Marisa, que inmóvil ante él aguarda con el pecho latente la llegada del deseo. Pero el deseo, al que sólo mueve el corazón, se ha instalado en su cuerpo justo en el momento en que Roberto le da el primer abrazo. El hombre toma el rostro de Marisa entre sus manos y humedece sus labios en los de ella, el sabor a manzanas regresa. Marisa cierra los ojos, es capaz de ver a su amante con ellos cerrados, y deja hacer al deseo, o al destino, o al amor, que para ella en aquellos momentos no se diferencian. Roberto, estimulado, se deja llevar y la atrae más cerca. Rodea el talle de Marisa con una de sus manos y con la otra le acaricia la nuca. La cabeza de ella reposa, ahora, sobre el pecho de él, mientras el silencio se apodera de la habitación, tan sólo cercenado por un lejano rumor que llega desde la calle. La habitación de Carlota permanece en absoluto silencio. Sólo el aire escucha la respiración de los amantes, que se vuelve rítmica a medida que pasan los minutos. Ambos se dejan hacer el uno del otro; si Roberto avanza unos pasos, ella retrocede a su compás. Recuerdan el cortejo de algunas aves. Es como un baile, como una comunión entre ambos. Así avanzando y retrocediendo, llegan hasta la cama y dejan hacer a los sentidos. La torpeza les sorprende desnudándose. Las manos resbalan por aquellas abotonaduras, de la sencilla camisa de Marisa, para Roberto tan complejas. El apremio se va haciendo inaguantable. Marisa tiembla en un escalofrío apenas perceptible. Roberto parece descubrirse, en su nerviosismo, como un amante inexperto que hace desearle más, pero tan sólo es una impresión momentánea.  Por fin  se encuentran. La piel tibia de ella y el calor apremiante de él. Las manos permaneces unidas, pero pronto cada una de ellas busca el cuerpo de su amante y se van deslizando por los rincones más ocultos. Las de Roberto van subiendo por las piernas de la mujer y se posan, ahora,  diestramente en la hierbabuena del pubis. Con sabiduría se demoran en el vientre y van encontrando la habitabilidad de aquellos valles y colinas. Caminan con retardo por los pechos de la mujer, descifrando su hondonada. Tan pronto unen sus labios como separan sus rostros para verse, para reconocerse, y volverse a juntar en un beso infinito. La cabeza de Marisa reposa sobre la almohada y la inclina hacia atrás mientras Roberto ya inundando aquel armonioso cuerpo de placer. Los dedos de él recorren la aureola rosada de los pechos con detenimiento, como si desearan no dejar ningún espacio sin reconocer. La ternura inicial va dejando paso a un ahogo incontrolable. Los pulmones se agitan, las bocas se buscan más y más con desesperación, y la piel les va uniendo, y los brazos atraen los cuerpos con fuerza. Marisa va encorvando la espalda mientras sus piernas se alargan sobre las blancas sábanas, y van rodeando, a continuación, poco a poco, la cintura de Roberto. Los brazos de Marisa se deslizan sobre el cuerpo de su amante mientras sus manos parecen ejecutar una pieza musical. Sus ojos se abren en el momento en que la sorprende el dulce placer del amor físico, y su boca se abre agitada en busca del aire que parece faltarle. Ve en lo alto la luz de la lámpara que ha permanecido encendida y parece haber encontrado el firmamento.
       Nada se dicen, continúan unidos por las manos. Uno junto al otro. Desnudos. Con los ojos fijos en lo más alto. Su respiración se va atenuando. Roberto vuelve el rostro hacia ella que permanece inmóvil y aún jadeante. Con su mano derecha rescata una lágrima que se va deslizando por la mejilla de Marisa y la besa. Más que un beso se bebe el ligero llanto que se escapa de los transparentes ojos de su amada. Ahora es ella quien ladea la cabeza e inclina su boca hasta acercarse a los labios de Roberto. Los besa y los vuelve a encontrar dulces. Observa sus ojos y la mirada de Roberto le devuelve la certidumbre de haber encontrado en aquel hombre la seguridad en ella misma que parecía haber perdido. Permanecen tendidos, sin atreverse a hablar, hasta que un apreciable ronroneo, en la habitación contigua, devuelve a Marisa a la realidad. Hacia la mujer viaja el olor de Carlota, pero ahora sonríe.
       Aquella noche llovió con desesperación. El viento limpió de nubes negras el cielo y el horizonte se lleno de claridad”.

       Doña Soledad quedó exhausta tras relatar a Cristina la historia  que aunque fueran miembros familiares  de su marido le tocaba tan de cerca. Pareció cerrar el libro que siempre llevaba entre sus manos cuando descansaba en su sillón favorito frente al ventanal que daba a La Castellana madrileña. Miró a la chica y le insinuó con un elegante ademán  que le dejase descansar.
      Cristina salió de la habitación de puntillas para no molestar. En la puerta se volvió para despedirse de la anciana a la que sabía no volvería a ver quizás en mucho tiempo. 

viernes, 4 de julio de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (13)

El frasco de “Sidol” con el que a diario,  Anselmo, el portero, daba brillantez a los pasamanos del portal cayó junto a la pequeña bandeja que sujetaba con la mano izquierda, mientras el trapo impregnado de líquido yacía a sus pies. Corrió hacia la entrada para tratar de separar a aquellos dos chicos que forcejaban en el vestíbulo: eran Rubén y Luis. Mientras trataba de mediar en la pelea, más parecía bravuconada entre chavales que a empujones parecían querer intimidar al contrario, vio a Cristina que un rincón parecía asustada y al borde del llanto. Logró separar a los muchachos y los echó directamente a la calle.
        -Éste no es lugar para peleas, ¡a la calle! –bramó-. ¿Qué pasa muchacha?¿Qué tienen que ver estos chicos contigo? –preguntó adivinando que la disputa era por la chica.
        Cristina, sollozando, salió del rincón en que se encontraba y huyó hacia el ascensor. Anselmo se quedó con los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas, mientras parecía sonreír. Se fue acercando hacia los productos  de limpieza sin dejar de mirar a Cristina que ya  había tomado el ascensor.
      -Pero, ¿qué pasa mi niña, que vienes con ese llanto y esa congoja? –preguntó doña Soledad al ver a Cristina entrar en el salón-. Siéntate, siéntate y me cuentas, anda, que seguro que no es nada. ¿Qué fue lo que sucedió?
      - Rubén y Luis, que son unos brutos, se han peleado en el portal. Anselmo los ha echado a empujones, pero temo que sigan con la bronca en la calle.
      - Asómate a la ventana a ver si los ves.
      - No, no están – dijo Cristina mientras se quitaba las lágrimas de los ojos.
      - Bueno se habrán calmado. La verdad es que todos los hombres son muy brutos, bueno menos mi Alfredo, que no nos oiga –comentó bajando la voz-. Me imagino por dónde van los tiros. Celos, ¿verdad? ¡Ay, “l amour, l amour”.
      - Rubén me había acompañado precisamente hoy y Luis estaba esperando en el portal. Hacía días que no le veía…bueno ni le llamaba al móvil- confesó Cristina.
      - Ya. Ha descubierto lo tuyo con Rubén.
      - Se imaginaba algo…supongo.
      - Pueden ser brutos, pero no tienen que ser necesariamente tontos. Debiste habérselo contado; no sé si te habré dicho alguna vez que la auténtica infidelidad se da cuando no se cuentan las cosas. No sé es infiel por querer, por enamorarse de otra persona, eso está dentro de nuestra condición de hombres y mujeres.
       - Pero si Luis y yo no éramos prácticamente nada. Salíamos; nos besábamos algunas veces. A mí se me hizo rutinario. Con Rubén es distinto: hay pasión, soy feliz cuando estoy con él. Luis…
       - Pero debiste decírselo, y te aconsejo que aclares las cosas con él, por muy difícil que te resulte. Acabará comprendiendo y pronto te olvidará.
       Cristina había abandonado la ventana; a Rubén y a Luis parecía habérselos comido la tierra. Quizás todo se hubiera quedado en un amago de pelea –pensó mientras se sentaba junto a doña Soledad.
      Dónde nos habíamos quedado ayer, mi niña. ¡Ah, sí! Te hablaba de Grecia. Estuvimos allí por los años setenta. Yo debía tener unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. ¡Qué tiempos! No te lo vas a creer pero conocimos, y hasta intimidamos con Onásiss y Jacqueline, ya sabes la viuda del presidente Kennedy. Se habían casado en el sesenta y ocho creo. Formaban una pareja de lujo. Aristóteles era uno de los hombres más ricos del mundo; su fortuna debía de ser fabulosa. Fíjate que ha trascendido la palabra onásiss para insinuar que alguien tiene mucho dinero: ¡Jo, pareces un onássis, dicen! El cuerpo diplomático de los países que tenían su Consulado en Atenas tenía la oportunidad de conocer a personajes y autoridades, como es lógico, del país. España con su embajada también era privilegiada en este sentido y con él, nosotros, los miembros del Consulado; en realidad era mi marido quien compartía reuniones, pero a las fiestas acudíamos las esposas. Fue en una de las fiestas –no recuerdo de que Embajada- en la que conocí a Jacqueline. Alta, delgada, morena,  muy guapa y atractiva, y con una sonrisa encantadora que no lograba, sin embargo, enmascarar la tristeza de sus ojos. Por aquellos años yo tenía unos cuarenta y cinco años y Jacqueline rondaría los cuarenta. Siempre me consideró como una hermana mayor. Salíamos de compras, sobre todo, y a dar largos paseos a los que era muy aficionada. Su marido, inmerso en sus negocios navieros, le dejaba mucho tiempo libre y nos veíamos a menudo. Fíjate que nunca me habló de Kennedy ni yo me atreví a preguntarle. Entendía por su expresión que su vida anterior y el asesinato de su primer esposo le seguían produciendo malos recuerdos. Parecía callada y taciturna, pero esto sólo fue al principio. En realidad hablaba mucho y muy rápido. Ahora pienso que con ella fue quien con mejor aprendí a hablar inglés. Te relataré una historia que Jacqueline me contó. Creo que se libró al contármela de parte de su pasado. Lo hizo con honestidad. John había muerto en el sesenta y tres y la historia me la relató sobre el setenta. Aún estaban vivos los recuerdos, seguro, sobre la infidelidad de su esposo con Marilyn Monroe. Fue honesta pero trató de disfrazar  la verdad con nombres falsos, sabedora, a buen seguro, que yo entendería sus motivos. Jacqueline situó la narración en España, país al que conocía muy bien por haber estudiado aquí de joven. Sin duda pensó que así comprendería mejor su forma de liberarse de su pasado. Ya te digo que inventó nombres y situaciones pero sin alejarse de lo que había vivido en primera persona. 

      Jacqueline había recorrido los jardines de La Granja en Segovia. Aquella fastuosidad, que hoy afortunadamente se puede contemplar, no le entraba en la cabeza. Felipe V compró esos terrenos a los Monjes Jerónimos del Parral de Segovia con la finalidad de construir una residencia alejada del boato de la corte.  Sin duda lo que trataban de conseguir tanto este rey como sus sucesores era el sueño de  recrear un lugar perfecto para practicar la gran aventura de vivir. Nunca llegó a entender por qué existen los reyes, los reinados, la corte …,  en fin todo ese poder. Pero esa es otra historia.
        En uno de los pasillos que une el palacio con la capilla de la Colegiata se situaban adosadas a la pared, en una especie de grandes hornacinas o edículos, numerosas esculturas, copias la mayoría del mundo heleno y romano. Algunas de estas copias resplandecían de blanco ya que  estaban realizadas en simple escayola. Sin duda se encontraban allí de relleno para que no diera la impresión de vacío  el gran corredor. Entonces fue cuando la vio. En una de aquellas hornacinas estaba ella, tallada en piedra (quizás fuera mármol no lo recordaba bien), una de las esculturas más hermosas que había contemplado nunca; sus ojos se fueron directamente a su cara: no tenía formas; estaba velada. 
       Indagó: la obra fue esculpida por Luis Salvador Carmona, sobre 1750. Quiso conocer más, como era lógico. Escultor barroco. Su obra escultórica era en su totalidad de índole religioso. ¿Por qué entonces aquella escultura? Era totalmente diferente al resto de su grandiosa obra, Le intrigó, pero era difícil seguir con la indagación; la exhaustiva información no llegaba a tanto.

       “A don Luis Salvador Carmona, don Antonio Ahumada, secretario de los asuntos internos del rey,  le encargó esculpir a su bella mujer: Lucrecia. Don Antonio conocía la impresionante obra escultórica de Luis Salvador y la delicadeza de sus tallas. Queriendo congraciarse con su esposa, a la que tantas veces había sido infiel en aquella corte, se le ocurrió que el encargar una escultura de Lucrecia había de redimirle de sus aventuras extramatrimoniales.
       Cada mañana el secretario al terminar la misa en la Colegiata enviaba a  Lucrecia a el taller del  escultor para que éste fuese esculpiendo la hermosa figura de la mujer.
       A don Luis le extrañaba que la dama apareciese siempre hermosamente vestida y con el velo, con el que acudía sin duda al oficio religioso, sobre su rostro. Durante los primeros días de trabajo nada comentó a doña Lucrecia, pues su trabajo inicial consistió, como es lógico, en ir desbastando la piedra hasta ir formando lo que el artista buscaba: la silueta y formas de aquella hierática mujer. Pero aquel cuerpo y el bello rostro que se adivinaba bajo el tul que le cubría le hacían ir más allá; constituían una provocación al artista acostumbrado como estaba a la imaginería religiosa. Cada vez que posaba para él, se convencía más de lo que quería mostrar: aquel cuerpo que se ocultaba bajo los ropajes de Lucrecia merecía salir al descubierto, así como su, sin duda,  hermosa faz.
        -Doña Lucrecia, he de ir modelando su rostro, hora es de que lo conozca, ¿podéis descubriros, por favor?
        La mujer se sobresaltó y en voz baja, semejante a un susurro, respondió:
        -Mi esposo, el secretario del rey, no permite que usted vea mi rostro, es muy celoso, creí que ya se lo había comentado. Ni pensar quiero en ver cómo se irritaría si me sorprendiese con mi cara desnuda. Pensaría que entre usted y yo…  
       -Es imposible que yo esculpa su rostro sin conocer cada rasgo de él, su esposo debería comprenderlo –aclaró don Luis-. Hablaré con él.
       -No, no lo haga, se lo ruego. Es un hombre agresivo, además de terriblemente celoso.
       -Pero, esto no tiene ningún sentido. ¡No puedo inventar un rostro en lo que se supone ha de ser una escultura fiel reflejo de la modelo; de usted doña Lucrecia!
       -Inténtelo se lo ruego. Seguro que a través del velo usted puede ver mis rasgos.
       -Lo intentaré, pero lo que la estupidez de su marido no sabe es que de esta manera tendré que fijarme en su rostro con mayor atención.
       Lucrecia sonrió tras el velo.
       -Otra cosa –añadió el escultor- Su esposo para nada habló del ropaje que debía de llevar la escultura; supongo que dejó a mi elección tal asunto. Le rogaría doña Lucrecia que se despojara de algunas de sus ropas. Me gustaría esculpir las formas de su cuerpo apenas abrazado por la suavidad de un velo, como si éste se pegara a sus piernas, a su vientre y a su pecho impulsado por el viento… Y por qué no… el rostro, el rostro también estará velado.”   

       Supongo que fue una forma de pequeña venganza la que tomó Jacqueline. Muy sutil, siempre que sea cierto que Jhon le encargase una escultura o quizá un retrato pintado sobre lienzo. No sé,  nunca me lo explicó y yo no me atreví a preguntar.
       Doña Soledad había callado tomándose un respiro que siempre abocaba a un sueño profundo. Cristina salió del salón sin hacer ruido.
       En la calle Luis y Rubén habían seguido discutiendo cada vez con menos vehemencia, sabedores de que en el amor siempre gana el otro y que al final sería Cristina quien decidiese su futuro.


miércoles, 28 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOBRERO (12)

Las visitas a la casa de doña Soledad tocaban a su fin. El mes de septiembre había llegado y con él la conclusión del trabajo que la Universidad había encomendado a Cristina.
       - ¡Pero, mi niña, no me puedes abandonar ahora! ¡Si aún no te he contado toda mi vida! ¿Te he hablado de Grecia, de cuándo vivimos Alfredo y yo en aquel país? ¡No puedes irte! ¡Me he acostumbrado a ti, a tus visitas! ¡Me vas a dejar muy sola, niña!
      - Doña Soledad…pero es que empiezo el curso a finales de mes y mi contrato con la Uni termina este fin de semana.
      - Mira vamos a hacer una cosa. Tu vienes hasta que empiecen tus clases y yo te pago una pequeña cantidad; a cambio me haces compañía, te sigo contando mi vida y tú me escribes alguna que otra historia. Te vendrán bien las dos cosas: el dinero y el escribir.
       - Pero… - intentó fundamentar una queja, sin convencimiento, la chica.
       - No hay peros que valgan. ¡Hasta que comience el curso! Vale.
       - Vale – dijo resignada Cristina
       - Y, ahora, cuéntame, ¿cómo va lo tuyo con ese chico…con Rubén, creo me dijiste se llamaba, no?
       - Sí, Rubén. Me da un poco de vergüenza contárselo…todo –contestó Cristina bajando la cabeza y la voz al mismo tiempo.
       - Mujer, ya imagino que todo, todo no me vas a contar; lo importante es lo que tú hagas con tu vida. Mira, ¿recuerdas que antes te dije que aún no habíamos hablado de nuestro paso por Grecia y de nuestra vida allí? Pues recuerdo una vieja historia que me contaron en la embajada,… un subsecretario, se llamaba Mario si no me equivoco. Creo que va bien con lo de contarlo todo, más bien con verlo todo. Escucha:
      “A Fídias, el gran escultor heleno -de cuyo arte sobresale la magnífica representación de las vestimentas en sus estatuas-, estando esculpiendo las figuras del Partenón, le preguntaron sus ayudantes el motivo por el cual tallaba con igual dedicación y pericia el frente y la espalda de las mismas, ya que ésta no la iba a ver nunca nadie.
     -La verán los dioses –contestaba Fídias.
     De igual manera has de obrar aunque nadie te esté observando,  pues los dioses sí lo harán”     
        - ¡Grecia, el Partenón, la Acrópolis… la gente, tan latina! Concibieron el mundo, al menos tal y como hoy lo conocemos. La democracia, esa forma de vivir que ahora tenemos la inventaron ellos, los griegos, la gente, el pueblo, mi niña. Pero antes tuvieron que luchar por lo que creían. ¿Te sonarán nombre como Aquiles, Ulises, Licomedes, Helena? También te sonarán los filósofos: Eurípides, Sófocles, Esquilo… y por encima de todos Platón. A todos ellos los habrás estudiado o lo harás en breve –doña Soledad no dio opción a Cristina a contestarle y prosiguió hablando- . Mira te voy a relatar una historia que leí estando en ese país, relativa a lo que estamos hablando:

   “Grecia está en guerra con Troya, por la huida de Elena, esposa del rey Agamenón, con el troyano Paris. El griego Ulises busca desesperadamente a Aquiles que se ha escondido en el palacio de Licomedes, rey de Skiros, pues sabe que sin la espada del bravo guerrero no conseguirán conquistar la ciudad de Troya, cuyas murallas parecen indestructibles. Ulises se disfraza de mercader para lograr entrar en la corte. Es recibido por Rea esposa del rey, que observa con atención las mercancías que le presenta el griego.
       La ninfa Tetis de Tesalia, madre de Aquiles, sumergió a su hijo en las frías aguas de la laguna de Estigia para lograr su inmortalidad. El único punto que no fue bañado fue el talón izquierdo del niño sujeto por su madre al introducirlo en la laguna. Su zona vulnerable.
       Tetis en confrontación con su esposo Peleo, lleva a Aquiles a Skiros, ante la inminente guerra entre griegos y troyanos, pues sabe por la profecía del adivino Calcas que Aquiles morirá en la toma de Troya. Las cortesanas con la ayuda de Rea y Tetis disfrazan a Aquiles, ¿el valeroso guerrero?, de mujer para que pase desapercibida su presencia. De esta guisa nuestro héroe vive los placeres de la vida palaciega y se deja seducir por más de una de aquellas doncellas. Ulises se entera de su paradero y va en su búsqueda; se disfraza de mercader y urde un plan al ofrecer sus mercancías: perfumes, collares, adornos…y una armadura. La única “doncella” que se  entusiasmó con el arma fue Aquiles. Descubierto por Ulises, Aquiles acudirá a la guerra contra Troya. Paris le dará muerte disparándole una flecha sobre el talón del guerrero griego. 
      La diosa Tetis consiguió para su hijo Aquiles la inmortalidad en el Olimpo. Aquiles ha llegado a ser en todas las culturas el fiel reflejo de la personalidad del valor (quizás menos aquella vez que se disfrazó de mujer para huir de la guerra)”.

       La historia que te he contado –prosiguió doña Soledad- está reflejada en el mosaico que representa el tema mitológico del desenmascarado  de Aquiles llevado a cabo por Ulises, que se puede observar en la Villa Romana de La Olmeda, descubierta por Javier Cortés, a tres kilómetros de la población de Saldaña (Palencia). Aunque no es de los mosaicos  con un mejor grado de conservación, es, por su tamaño, por la escenificación y por las cacerías de animales formadas por policromadas teselas, el más importante de los descubiertos en España. Fíjate que curiosidad que yo leyese la historia tan lejos de donde está representada. Yo no he tenido ocasión de ver ese mosaico, ya sabes la edad no perdona y viajar se me hace, desde hace tiempo, casi imposible de soportar. Pero tú, Cristina, no debes perder la oportunidad de ir a contemplarlo, está bien cerca de aquí a tan sólo unas horas de viaje.


miércoles, 21 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOBRERO (11)

- ¿Así que te has liado con un chico peruano? Indio, por lo que me dices. Casi salvaje. De la selva. ¡Pero, mi niña, te dije que experimentases, no que combatieras el racismo tú solita! ¡Qué una cosa, es una cosa y otra muy distinta…hacer de tu capa un sayo! ¡Para qué hablaré! Espero que al menos no sea tarde, salvo que quieras a ese muchacho, claro. ¡Señorita Cristina Cifuentes…pero ¿qué pasa por esa cabecita?! ¡Y, la prudencia! ¡La sensatez, la cordura, el juicio, la formalidad, la mesura, el comedimiento, la compostura! ¡Todo eso debe prevalecer en una señorita! Claro que reconozco que es fácil hablar desde mi edad, a la tuya se suelen hacer locuras. Es más creo que conviene hacerlas.
       Cristina no dejaba de mirar a doña Soledad, sin saber a qué atenerse. Esa mujer era el espíritu de la contradicción.
      - Locuras sí, pero con orden, con sentido. Sabiendo lo que estás haciendo. Claro que así no serían locuras. ¿Y qué piensas hacer? ¿Cómo queda Luis ahora?
      - No sé, la verdad es que no lo he pensado –respondió Cristina a tanta pregunta.
      - Pues si no lo has pensado, deberás hacerlo, que no hay mayor infelicidad que no decir la verdad – aseveró la anciana.
      - Sí sé que debo decírselo, cuanto antes.
       - Tampoco te precipites, déjalo que sufra un poco, a los hombres no conviene dárselo todo sin esfuerzo. Que te gane… si no siempre quedará el chico peruano.
       - Es que creo, doña Soledad, que hay más verdad en los ojos de Rubén que en todo lo que Luis pueda darme.
       - Entonces lo tienes claro, mi niña. Te auguro un porvenir muy romántico, pero incierto.
      - Eso no importa.
      - Ya, ya, ahora, a los quince años. Verás, verás, cuando tengas cuarenta como no piensas igual.
      - Diecisiete, casi dieciocho doña Soledad. Y creo que siempre pensaré así.
      - Bueno, bueno, dejémoslo por hoy; pero piensa, recapacita y luego decide. Es un consejo de quien ha vivido ya mucho. Anda ve a buscar a María Consolación y que nos prepare el té. El mío ya sabes con unas gotas. Luego cuando vengas te voy a poner tarea como castigo a tu falta de cautela con los hombres.
       Cristina salió del salón pensativa, pero sus pensamientos se disiparon al entrar en la cocina y ver la mirada sonriente de Consolación. El rostro de la muchacha recordaba al de Rubén. Tenía los ojos achinados y negros, la nariz no se correspondía con las europeas, más aguileñas, la de la chica era ligeramente chata y los labios carnosos y siempre en movimiento. Sin duda Rubén y ella procedían del mismo continente. Consolación era colombiana.
       - Té para dos –dijo al ver a Cristina entrar-. Está preparado. No te confundas el de doña Soledad es el de la derecha –dijo soltando una carcajada y haciendo reír a Cristina.
      - ¿Cuál es esa labor que va a encomendarme, doña Soledad? –preguntó Cristina entrando en el salón con la bandeja y dos tazas de té humeantes.
      - Me dijiste que querías ser periodista. Los periodistas escriben o por lo menos deberían hacerlo. Pues bien: escribe, este fin de semana, una historia, y me la lees el próximo lunes cuando vengas.
      - ¿Algún tema en particular? – Se atrevió a preguntar la chica.
      - Que hable de amor. Es  el tema que más me apasiona.

      “ Mi padre acababa de morir.
        Estaba sentada en la butacón que siempre fue de él, mirando, sin ver, la calle a través del amplio ventanal del salón de la casa de mis padres; ahora de mi madre y también un poco mía. Observaba con una mirada sin expresión . Llovía. El repiqueteo del agua azotando los cristales no lograba distraer mis pensamientos. Sujetaba la taza de porcelana, templada por el café. Aquel calor me confortaba; me hacía recordar aquellas tardes que pasaba ojeando álbumes de fotos. Mi padre fue un buen fotógrafo y me trasmitió sus conocimientos, su pasión y también la profesión; aunque yo por entonces estuviese lejos de saber que aquello que con tanto cariño me mostraba iba a constituir mi forma de encarar la vida, no sólo económicamente sino también en cuanto a actitud emocional. Poseer un instante -me decía-. Eso solamente lo puede hacer un buen fotógrafo. Parar la vida justo en el momento que a ti te apetezca, en el preciso lapso de tiempo que tú elijas.  ¿No te parece mágico? –me repetía-.  Algo de razón tenía; tan sólo se equivocó en el minuto que escogió para detener la suya, su vida. Me dejó desamparada, a pesar de que unos años atrás ya había decidido dejar su casa. La razón no fue otra que mi madre, con la que diría no me llevaba bien, aunque sería más correcto decir que no me llevaba. Nuestra relación era más de buena educación que de madre e hija. Siempre me echó en cara que aprobase tanto los consejos de mi padre y que obviase los que ella pretendía darme, que se circunscribían a la abulia de la casa, su negocio y su deshonesto círculo de amistades. Deshonesto, claro, bajo mi punto de vista; no comulgaba con sus ideas, con su forma de entender la vida, y con la insolencia de que todos debiéramos opinar de igual manera. No, mi madre no. Opté por irme de casa con el beneplácito paterno y la consternación materna que pensaba que no sería capaz de ganarme la vida.
     Para entonces había cumplido los veintitrés años. Me había dado…, le había dado más bien, cinco años para que comprendiese que mi vida era mía y de nadie más; que quería vivirla intensamente y según la entendía. Cinco años antes, a los dieciocho, ya había pensando en huir de aquella casa en la que sólo la figura de mi padre me retenía. Pero hasta tomar aquella decisión,  mi padre se había impuesto a mis deseos, no porque él quisiera disuadirme sino porque yo seguía necesitando de su presencia, de sus consejos…de su cariño. Aquellos años no hicieron más que confirmar la ruptura con mi madre, con lo que significaba para mí su manera de existir. Continuaba con mis estudios en la Universidad, avalados por mi padre; mi madre, hasta en esto, estaba en desacuerdo. La carrera de “Imagen y Sonido” debía de sonarle… a chino. A ella sólo le interesaban el mundo de  las telas y de la moda,  sin darse cuenta que, al menos eso creía yo entonces y lo sigo creyendo ahora,  imagen y moda podían convivir y complementarse perfectamente. No es que fuera una alumna brillante pero sí lo suficiente como para que al terminar mis estudios universitarios me empeñase en  hacer un “master”  que me allanó el camino para encontrar trabajo.
        Y ahora había vuelto a aquella casa donde continuaba oliendo a mi padre, a su tabaco, a su ropa, a su risa y a sus abrazos. La casa lo comprendía todo, ahora se me antojaba como una gran tumba donde se había desmoronado parte de mi vida. Se palpaba el silencio, como si éste se hubiera instalado desde el minuto en que asomó la muerte, en cada rincón de la casa. Los recuerdos estaban también allí, en cada recoveco de la habitación; se multiplicaban como la hiedra por las paredes. Me parecía sentir sus manos, el calor de sus manos, en todos y cada uno de los objetos que llenaban los muebles de la sala. Creía entonces, y  lo sigo creyendo todavía, que  las casas donde vive gente con pasión, y mi padre la tenía en abundancia, se colman de todos estos contenidos.  Recordaba,  mientras llevaba la taza de café a mis labios, las veces que de niña me arrulló  contándome historias imaginarias. Esa costumbre de sentarme sobre sus rodillas y apoyar mi cabeza sobre su hombro duró hasta el mismo día en que nos dijimos adiós y volé fuera del hogar.  Regresaba de vez en cuando pero sentía que ya no era lo mismo, que aquella complicidad se iba diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua.
       Mi madre era una mujer guapa, muy guapa. Supongo que eso fue lo que enamoró a mi padre, quince años mayor que ella; la búsqueda de la belleza lo llevaba en la piel: la foto más hermosa, el instante más perseguido…la mujer más bella.  Cuando se casaron ella aún no tenía la edad en que yo busqué mi emancipación. Siempre se llevaron bien; se querían a su manera. Nunca vi malas caras entre ellos, ni siquiera cuando mi madre y yo discutíamos, cada vez con mayor frecuencia.  Mi padre le miraba a los ojos pidiéndole paciencia,  pero a mí no me contradecía a sabiendas de que la razón estaba de mi parte.
       La memoria me lleva a alguno de aquellos episodios que me iban alejando, sin que yo lo supiese todavía, de mi madre. Mi padre procuraba poner paz en las discusiones. Rara vez lo conseguía, pero como si aquello fuese un presagio,  solíamos abrazarnos en cuanto ella se iba a su tienda de modas. En aquellos ratos de ausencia materna, él confabulaba conmigo y a través de aquellos maravillosos álbumes de fotografías antiguas pero vivas, con aquella luz que emanaba una técnica perfecta en blanco y negro, envidia de quien posaba sus ojos en ellas, me contaba su vida y en esa vida estaba Raquel, mi madre.
       Se habían conocido en una exposición que Alberto, mi padre, estaba preparando en una sala habilitada en espacio cultural en la universidad. Tu madre –me confesaba mi padre- acababa de empezar sus estudios universitarios, y la verdad no sé lo que pudo ver en mí. Enamorarse de ella fue fácil; tal vez fuese la chica más hermosa que yo había conocido en mis treinta y pocos años que contaba por entonces. Recuerdo que yo me hallaba arrodillado en el suelo tratando de colocar un pasador en alguno de los cuadros cuando noté una sombra alargada sobre la que mi cuerpo encogido proyectaba en el suelo; una imagen muy fotográfica por cierto –hizo este inciso para continuar- Me volví y desde aquella posición me tropecé con unas piernas finas y largas, muy largas. Me levanté de frente a aquella chica que había distraído mi trabajo y me encontré con una criatura de calendario. ¡Mira…mira!, -exclamaba señalando en el álbum-  estas fotografías me dan la razón, ¿no crees? Fueron las primeras que le hice. Fíjate en el perfil de su rostro, en la simetría de cada una de las partes de su cara. En ese pelo negro y brillante. En sus ojos verdes,  almendrados. Cómo no iba a enamorarme  a primera vista. Y, ¿ella? Te preguntarás. Supongo que  yo era un artista, un bohemio. Posiblemente  viera también en mí una protección al ser bastante mayor que ella. No lo sé; nunca se lo he preguntado. Con los años tu madre ha cambiado mucho… tanto como yo al menos, imagino que  tengo la mitad de la culpa y que el resto lo habrá hecho la vida, la rutina y… también ella habrá tenido algo que ver. Cuando montó la tienda de modas –continuaba diciéndome- yo le animé a que lo hiciera. Con lo que yo ganaba con mis reportajes vivíamos bien pero Raquel necesitaba, y yo lo comprendí enseguida, hacer que sus sueños fuesen una realidad. Fíjate que estudió leyes y ha terminado de asesora de modas, como ella dice, que es lo que realmente le gusta. El resto ya lo conoces. Antes de este cambio que nos sobrevino poco a poco, sin darnos cuenta, como si estuviera el destino esperando agazapado tras alguno de los rincones de esta casa, llegaste tú y para mí se abrió una nueva puerta por donde poder escabullirme. No paraba de mirarte por el visor de mi réflex. Tu madre pasó a un segundo plano y quizás, seguro,  ese fue mi gran error; no digo que la abandonase: sabes que siempre nos quisimos y que le sigo queriendo, pero tu llegada fue un punto de inflexión entre el amor y la rutina del día a día.
       No oí la entrada de mi madre en el salón ensimismada como estaba en mis pensamientos; la alfombra que cubría el parqué sin duda amortiguó sus pasos. Al escuchar su voz me sobresalté.
       - Isabel, sabes que puedes volver a vivir a esta casa cuando quieras –habló mi madre según entraba en el salón, interrumpiendo mis sueños.
       - Tan sólo deseo conservar mi habitación en el ático, madre –contesté sin dejar de mirar por la ventana.
       - Siempre ha sido tuyo y  puedes hacer con él lo que desees…excepto venderlo, claro. ¿No ignorarás que forma parte de la vivienda?
       - No, no pensaba en ello. El ático me recuerda mucho a mi padre. No tengo ninguna intención de desprenderme de él.
       - Si no vas a vivir aquí podrías alquilarlo; sacarías un buen dinero, y yo no pondría ningún inconveniente; siempre que la persona sea la adecuada, claro. O podrías utilizarlo como estudio para tu trabajo.
        - Ahora no estoy para pensar; me acuerdo demasiado de papá – se me escapó aquel papá con el que solía tratarlo cuando estaba a solas con él-. Además tampoco sabría qué es una persona adecuada para ti, madre –añadí volviendo a la realidad.
      La realidad era que mi madre con aquel corto diálogo se estaba alejando de mí; al menos eso pensé cuando volví a mis ensoñaciones. El café se había enfriado pero no me atreví a pedirle  que me hiciera otra cafetera. Tenía pereza en levantarme del sillón en el que me encontraba acurrucada, con las rodillas junto a mi pecho y la mirada perdida; apenas si había cambiado de posición desde que llegué hasta que entró mi madre y dejó caer aquellas palabras: “Isabel, sabes que puede volver a vivir a esta casa cuando quieras”. Sorprenderme no podría decir que me sorprendiera. Mi madre era así para conmigo, ni la muerte de mi padre parecía haber aplacado su vanidad. Pero estaba harta de pelear con ella  y menos ahora que sin la ternura de mi padre nada me obligaba a volver a vivir entre aquellas paredes. En la calle seguía lloviendo. Había empezado a oscurecer y una sombra azulada iba apoderándose de cada ángulo de la habitación.       
                                            
        Alejandro era un buen amigo y compañero de trabajo. Fotógrafo también, compartía conmigo muchas de sus inquietudes. Algo mayor que yo, cerca de los treinta debía de tener, me trataba como a su hermana pequeña, sin saber que aquella hermana iba a cambiar su vida.
        Trabajábamos en una agencia de publicidad. Hizo todo lo posible por favorecer mi integración. Alguno de los trucos que me enseñó fueron conformando mi carrera profesional. En él quise ver la continuación de las enseñanzas recibidas en casa desde pequeña. Sus instrucciones recordaban a las de mi padre desde un principio, sobre todo porque sus consejos surgían de una manera desinteresada. Comprendí enseguida que aquellas lecciones de Alejandro tenían tanto valor o más que las de mi progenitor, ya que en éste había amor paternal, mientras que en las de mi nuevo compañero sólo, y ya era bastante, existía amistad y confidencialidad.   Nunca llegaré a comprender por qué cuando llegó la crisis y en la agencia establecieron un “ERE”, a mí que era la última en llegar, la más joven y con menos experiencia, me mantuvieron en plantilla, mientras echaban a otros compañeros. Alejandro, curtido en mil batallas, fue uno de ellos. Me abracé a él en su despedida. Me aseguró que seguiríamos viéndonos, que estaríamos en contacto. Lo nuestro era una reciente  amistad, pero bien cimentada. Éramos amigos, y no hay nada en el mundo que pueda, ni siquiera  aproximarse,  compensar una amistad; tal vez el amor –pensé. 
       Pasaron unos meses sin saber nada de él. Meses en los que regresaba a mi mente su sonrisa, con esa comisura alegre enmarcándole la boca, y esos ojos tan limpios como únicamente tienen las buenas personas. No podía olvidar su pelo ensortijado ni su figura un tanto desmadejada, como si su cuerpo siempre caminara un paso por delante. Indefectiblemente usaba pantalones vaqueros y camisa blanca lo que hacía resaltar su piel ligeramente aceitunada. Era un hombre alto y atractivo.
        Continué trabajando para la agencia. A menudo los temas eran tediosos, pues rara vez nos dejaban dar rienda suelta a nuestra imaginación. Creía que la publicidad consistía en ser creativo, pero al parecer eso quedaba para unos pocos; los que estábamos empezando nos debíamos a lo que nos mandasen. En fin: aburrido y lastimero, pero había que vivir. El desasosiego que sentía al ver a tantos amigos en el paro y en situaciones más precarias que la mía habían obrado en mí un conservadurismo que nunca imaginé. 
       Alejandro me llamó cercanos los días de navidad. Estaba montando una exposición con sus últimos trabajos fotográficos y quería que asistiese a la inauguración. La sala no se correspondía con el nivel artístico de aquellas magníficas fotografías en blanco y negro: retratos de ancianos que mostraban en las arrugas de sus rostros toda la experiencia acumulada  por el autor a lo largo de los años, manos nervudas en primer plano, ojos hundidos algunos por la tristeza y otros aún con expectativas de vida. Rostros y rostros la mayoría deshumanizados, pero en los que parecían  adivinarse inquietudes. Claroscuros fantásticos que en mí evocaron un cierto aire  cercano al período barroco en la pintura; a sus comienzos tenebristas: luces y sombras forzando el punto de luz, un foco que parecía partir de una diagonal inadvertida. Pura poesía expresada sin palabras. Era magnífica la exposición de Alejandro, pero como me dijo él mismo, difícil de vender en estos momentos. Lo animé haciéndole ver que quizás alguna persona del “mundillo” pudiera pasarse por allí. Eso es más complicado todavía.  En este lugar y sin apenas publicidad es difícil te lo aseguro; pero hay que seguir, no hay más remedio –contestó-. Por supuesto – repuse-, sabiendo que ni yo misma presagiaba mejor acogida que la que tenía aquella primera tarde de exhibición, en la que estábamos rodeados de amigos.
        Al finalizar la inauguración estuvimos tomando unas “cañas”  por la zona de Lavapiés. Había alegría sana entre nosotros, no exenta de cierta melancolía. La mayoría de ellos  estaban en el paro. Su único oficio era el arte: actores, actrices…: Lucas pintaba, Elena diseñaba interiores, Susana era actriz,  Rubén había terminado el año anterior la carrera de derecho, pero lo suyo era la música… Yo era de los pocos seres afortunados con un trabajo fijo, pero de alguna manera no podía por menos que envidiar a aquel grupo: ellos, al menos, seguían luchando por sus ilusiones, yo simplemente me dejaba llevar por la corriente del río de la normalidad. Una normalidad aparente que estaba jugando con mi vida pero de la que no tenía fuerzas para apartarme, y de la que presentía no me auguraba nada bueno en el futuro. 
       Poco a poco el grupo se fue disgregando: “Cada mochuelo a su olivo”–dijo alguien-. Cayó la última ronda, la de la despedida. Creo que  éramos conscientes de que tal vez no volviéramos a vernos otra vez todos juntos.

      Alejandro se avino a acompañarme hasta mi casa. Yo vivía de alquiler con unas amigas, en un piso pequeño, por la zona de La Latina. Caminábamos  charlando de los tiempos en la agencia. A veces su brazo se posaba sobre mi hombro y podía sentir su respiración cerca de mi rostro. Me comentó que seguía subsistiendo del paro y de algún trabajo ocasional, que odiaba hacer reportajes convencionales de bodas y primeras comuniones y que además apenas si le salían. La gente, con sus cámaras digitales, nos está arrinconando –me decía-. Es como la música o la literatura, hay que reinventarse cada día para poder sobrevivir. Por eso paso de los convencionalismos y aspiro a realizar una obra como yo entiendo la fotografía. No quiero perder el tiempo fotografiando aquello que no me gusta, pero a veces la necesidad me ahoga. No pude por menos que darle la razón. Sí –continuó-, sé que el futuro está ahí esperándome, pero mientras tanto, mientras llego a él,  me desespero. A veces pienso que lo toco con la punta de los dedos, pero nunca logro alcanzarlo. Todo llegará –traté de calmarlo-.  Por cierto no me has dicho dónde vives:  ¿Sigues en aquel antro? –pregunté-. Sí, claro. La zona la han mejorado pero el piso es como dices: un antro; además ahora estoy sólo. Enrique, ya sabes, el otro inquilino, tuvo que volver a casa de sus padres. ¡Un nuevo náufrago de los maravillosos tiempos que corren! Estoy pensando en buscar un alquiler compartido. A mis treinta sería duro volver con los “viejos”, … no quiero que piensen que me va peor de lo que en realidad estoy. Sería una decepción para ellos.
       Mientas Alejandro hablaba se me vino a la cabeza mi ático de Gran Vía, del cual apenas si me acordaba. Y sin pensarlo dos veces le dije:
       - Pues yo tengo un ático en Gran Vía.
       - ¿Qué? –dijo, y se quedó mudo.
       - ¡Sí, un ático! ¡En Gran Vía! –dije sorprendida de su asombro, sin caer que entre gente como nosotros era un tanto insólito tener una propiedad así-. Puedes ir a vivir allí si quieres. Te lo dejo hasta que encuentres algo.
       - Pero, Isabel, ¿estás hablando en serio?
       - Pues claro, lo heredé de mi padre. Murió hace un par de años. ¿No te acuerdas?
       - Pero, entonces –habló  más relajado Alejandro-. ¿Por qué no vives allí?
      - Por mi madre. Ya sabes que nunca me he llevado bien, y ella ocupa el resto del piso. Se comunican por una escalera interior, a modo de husillo… de caracol –comenté al notar que Alejandro desconocía la palabreja que tal vez no debía de haber empleado-. Pero el ático es enteramente mío. Ese es el problema: tendrás que verla a diario y compartir la cocina, por lo demás mi pequeño apartamento tiene de todo.
      - ¿Y tu madre estará de acuerdo?
      - No le queda más remedio. Ella sabe que en cualquier momento puedo volver o alquilarlo. Para que estés más tranquilo y no pregunte demasiado, le diremos que te lo he alquilado, y ya está, asunto solucionado. Bueno solucionado: mi madre, has de saber que siempre es un problema. Puede acabar contigo en cuanto se lo proponga; así que estás avisado, ve prevenido. ¿Cuándo te mudas?
       - ¡Joder! Hoy mismo. Tu madre no creo que sea muy diferente a la mía, y además, Isabel, ¡nos quieren! Debieras de saberlo. ¿Por cierto cómo se llama?
      - Mi madre sólo se quiere así misma. Ya lo irás viendo tú solito. Bueno también adora su tienda de moda femenina. He de reconocer que tiene pero que muy buen gusto, para los trapos. No me extraña, lo reconozco, que  le desespere en este aspecto por mi forma de vestir, “tan particular” como dice ella... ¡Ah! Raquel, se llama Raquel. Toma, aquí tienes las llaves del piso. Te presentas y le dices que eres un amigo y que vas a estar una temporada… o lo que quieras, ¡joder!, no te voy a solucionar yo todo. Es el número dos de Jacometrezo  esquina Callao. 
      Alejandro me abrazó y me besó en la boca, como sin importancia. Estábamos por la Cava Baja madrileña. Nunca olvidaré el dulzor de sus labios. A manzanas verdes me supieron. Pero eso fue todo. Tampoco supe si fue un arrebato por lo del ático o una muestra de cariño o un deseo desvelado por un instante. Pero ahí quedó como la última hoja otoñal que lucha por no desprenderse de la rama en que vive. Seguimos andando abrazados, charlando amigablemente; para entonces  ya había pasado mi brazo por detrás de su espalda apoyándolo en su cintura. Me hubiese gustado que aquel paseo hasta mi domicilio no se hubiera terminado nunca, pero ya se sabe que lo bueno dura poco y mi domicilio estaba al final de la calle.  Al separarnos imaginé que se repetiría el impulso anterior y que acabaríamos, al menos, entrelazados en la oscuridad del portal, pero nada de eso sucedió. Yo no me atreví a dar el primer paso y Alejandro se marchó tras desearme las buenas noches como un chico bueno, y me dejó sola, muy sola. Sentí la misma sensación que el día  que desapareció mi padre. Pensé –para consolarme- que ni tan siquiera una pasión devoradora puede ofrecer tanta satisfacción como la verdadera amistad, para los que han tenido la oportunidad de ser bendecidos por su fuerza. Pero no me consolé.
 
       Esperaba recibir una llamada de Alejandro a los pocos días, diciéndome que renunciaba a mi ático, que en verdad mi madre resultaba insufrible, pero nada de esto sucedió. Me extrañó pero continué con mi monótona vida y más insustancial trabajo. Lo dejé correr. Bien podía haberle llamado para interesarme por la situación, excusándome en preguntarle por cómo le había ido en la exposición y de paso entrever, en la medida de lo posible, si lo de aquel beso que me tenía aún perpleja había sido debido a una simple casualidad o aún podía albergar  alguna esperanza de que aquel lance se repitiera. Lo deseaba en mi fuero interno… y externo. Me hice la dura mientras esperaba una señal suya que no se produjo.

       Madrid está precioso en primavera, hasta la gente, de por sí abierta, lo es más en esta época del año. Supongo que es el verdor de los árboles, los colores, la luz… no sé pero en primavera parece que todo huele mejor, a limpio, a nuevo. Y fue una mañana clara y fresca, en sus primeras horas, en la que acudí a entregar un trabajo de la agencia por la zona de “Preciados” cuando me fijé en una pareja que caminaba unos metros por delante de mí. Al principio llamaron mi atención porque iban muy juntos y como si de un baile se tratara se separaban sin desunir sus manos para volverse a juntar y repetir el ritual cada poco. El movimiento era cadencioso pero lleno de gracia. Recordaba el cortejo de algunas aves. Primero me fijé en él: era alto, delgado, moreno, de pelo ensortijado; llevaba pantalón vaquero y una chaqueta demasiado ancha de hombros. Ella, también morena, vestía con elegancia denotando distinción en cada movimiento de su cuerpo; parecía andar sin prisa pero con la alegría que debe producir caminar y compartir dicha alegría  junto al ser que amas. Cada poco se detenían y unían sus bocas, en un movimiento mecánico, para continuar andando distraídamente.  Cuando me fui acercando la mía debió abrirse como un buzón de correos. Será que el destino no es una casualidad, sino el desconcertante resultado natural de unos acontecimientos imprevisibles e inteligibles, a la vez que encadenados. Y que aquel encadenamiento lo había propiciado yo misma. No me lo podía creer. Me había fijado en ellos por su actitud de enamorados; no me parecieron una pareja más. ¡Eran Alejandro y mi madre! A él le había dicho un par de meses atrás que tenía que compartir con mi madre la cocina del piso. Sin duda llevaban tiempo compartiendo muchas más cosas.
        Pero esa es otra historia. Su historia. La mía transita ahora bajando hacia la Puerta del Sol, en esa ya cálida mañana de primavera”.

       Cristina acabó de leer la historia que había escrito aquel fin de semana para satisfacer la petición que doña Soledad le hiciera.
       ¡¡Bravo, bravo!!, aplaudió la anciana. Puedes llegar a ser buena escritora, Cristina; me alegro por ello.

jueves, 8 de mayo de 2014

En el refugio de los sueños: LA MUJER DEL SOMBRERO (10)

        - ¿Y ese chico del que me has hablado, Rubén, de dónde ha salido? –le preguntó aquella tarde doña Soledad a Cristina.
       - Ya le he contado que lo conocí en una cafetería. Trabaja allí de camarero.
       - ¡Mi niña, te dije que experimentaras, pero no tan rápido, que no se va a terminar el mundo mañana!
       - Apenas  lo pensé. Fue pura intuición. La verdad es que me encuentro bien a su lado.
      - La vida no es larga ni corta, depende de la necesidad que hagamos de ella –filosofó doña Soledad-. Da tiempo al tiempo, vive sin premura pero sin dilación. Piensa, recapacita y luego: decide. Eso es lo importante: saber tomar decisiones. No te precipites, deja obrar a la naturaleza que ella sabrá ponerte en el lugar idóneo… Consejos de anciana, dirás. La propia vida me ha llevado a estas reflexiones y algún día estarás de acuerdo conmigo. Mira te voy a contar una historia… bueno no es una historia, es un relato de vida y muerte. Le sucedió a uno de mis hermanos, a Jaime Mendieta de Queirós, el más pequeño de la familia. Te darás cuenta el porqué la vida hay que amarla, desearla, vivirla en fin:
       “El edifico poseía una ubicación perfecta frente a la playa cántabra. Desde la terraza del pequeño apartamento, abierta al mar,   la vista parecía de postal.  La arena penetraba en el agua con suavidad y  cambiaba de color  cada vez que las olas lavaban el amplio arenal.  Corría una brisa propia del norte que hacía que en lugares donde la umbría se adueñaba del jardín anexo al edificio, unida a la humedad marina, se dejara notar un cierto frescor que para nada enturbiaba el placer de contemplar una naturaleza casi salvaje; de hecho aquel apartamento estaba situado el último de una larga fila de edificios paralela a la playa por lo que la visión frente al mar, y hacia la derecha,  era de ausencia total de construcciones. A la izquierda podía contemplar la hilera de casas, coches aparcados en batería, la pequeña ría por la que penetraba el mar en sus crecidas, y, al fondo, a unos dos kilómetros: el pueblo. La pequeña carretera que accedía hasta la vivienda terminaba donde se abría la entrada a la misma. A su derecha sólo el mar, la playa, las rocas y una abrupta pendiente repleta de pinos, eucaliptos, sauces, castaños…, que se descolgaba hasta el cantábrico.
        Allí,  él,  había conocido la felicidad, por eso, quizás, su subconsciente le obligaba a volver cada verano. Miraba absorto el mar apoyado en la baranda de la terraza, sin pestañear, ensimismado, pero sus pensamientos no transitaban en esos momentos por lo que sus ojos parecían ver, sino que se adentraban en el agua, viajaban por el horizonte azul y despejado. La fuerte brisa llegaba hasta la terraza y golpeaba su rostro haciendo mover sus canosos y largos cabellos. Marina,  Marina. Hasta tenía nombre de mar, de oleaje azul, de espuma. De arena.
        Jaime, mi hermano pequeño, había enviudado siendo aún muy joven. Rosalía, su esposa,  le había hecho antes de morir, en aquel estúpido accidente, el mejor de los regalos: Inés, su hija del alma. Inés creció junto a la tristeza de su padre. El tiempo nunca borró el rostro de la madre y la niña se fue convirtiendo en  su vivo retrato a medida que abandonaba la niñez y se instalaba en la adolescencia. Jaime recordaba a Rosalía en los ojos de su hija, en sus ademanes, en su alegría contagiosa.
        Cada verano Jaime e Inés pasaban unos días de vacaciones en aquel pueblecito de la costa cántabra donde había conocido a la que sería su esposa. Allí, asomado en aquella terraza, le parecía escuchar su voz, aquella risa tan abierta como el mar que tenía enfrente. Llevaba años alquilando el mismo apartamento. Doña Carmen, la propietaria, se lo guardaba año tras año.
        Inés abandonada la adolescencia se quiso independizar. Había terminado sus estudios y encontrado trabajo. No se atrevía a dejar a su padre. Sabía que los recuerdos junto a la soledad podían pasarle factura. Fue mi propio hermano quien le ayudó a dar el paso. -Estaré bien, no te preocupes. ¡Si aún soy joven! Tú has de vivir tu vida… con ese chico…con Carlos. Me parece estupendo que vayas haciendo realidad tus sueños, hija. Vive. Yo estaré feliz.  Además vivimos en la misma ciudad. ¡Tampoco te vas al fin del mundo!-. Jaime se quedó algo más solo; pero el tiempo obra milagros.
       Fue el primer año que Jaime viajó sin su hija a “su apartamento”, como él lo llamaba, norteño.
       El día había amanecido gris. Oscuros nubarrones ceñían el cielo. La tormenta que parecía querer descargar a cada momento no llegó a producirse, pero el día invitaba más al paseo que a tomar el sol en la playa. Jaime tomó el coche y decidió dar una vuelta por alguno de los pueblos del interior que tanto le gustaba visitar. Todos los años hacía alguna excursión con su hija. Aquel año era la primera vez que iba solo. Detuvo el coche en un pueblecito que no conocía. Fue descubriendo el sabor de los pueblos cántabros: aquellas hermosas casas solariegas  adornadas de mil  flores. Los pequeños pero bellos jardines cuidadosamente mantenidos, su verdor. El aire estaba impregnado de olor a heno, a establo, a ganadería… y a mar.  Pero, curiosamente, era un olor tan característico que no hería. Era el olor que correspondía a ese espacio de montaña en el que el mar se veía a lo lejos.
       A Jaime siempre le habían gustado las antigüedades. Sabía distinguir muy bien lo viejo de lo antiguo. Hasta donde le dejaban sus posibilidades económicas procuraba hacerse con algún objeto de su interés; de esta forma había logrado juntar una pequeña colección de cierto valor. Se quedó prendado de una casa norteña de amplios miradores  y gruesos muros. Tres arcos se abrían en su portada dando paso al soportal y al amplio zaguán convertido en tienda de regalos. No era amigo de regalos de vacaciones pero aquella tienda le pareció interesante. Era como si le estuviera aguardando. En su interior convivían en armonía los típicos regalos con alguna pieza antigua que pronto llamaron su atención. Una mujer vestida de azul y amplia sonrisa atendía el negocio.
        A esas horas de la mañana el único cliente de “Alhacena”, nombre del comercio, era Jaime que miraba absorto alguna de las piezas que le interesaban. Tomó una talla de piedra entre sus manos y sonrió. De lejos le había engañado. Pero no era mala la copia: el cuerpo de la imagen era hierático, los pliegues de la ropa caían con pesadez de forma vertical, sin formar ondas, y el niño estaba sentado sobre las rodillas de su madre, en el mismo centro y frontalmente, dando la espalda a la virgen y generando de esta forma la impronta de ser el personaje principal. Vamos al mejor estilo románico. La escultura pétrea se veía ennegrecida, sin duda con humo,  técnica empleada ya por los romanos en la antigüedad (ya sabes que los romanos ennegrecían los retratos de sus antepasados para darles más antigüedad, ya que a más número de años mayor abolengo). Todo ello lo sabía muy bien Jaime, por eso sonreía.
       La mujer, que lo observaba de lejos, vio la sonrisa del hombre y comprendió con rapidez el motivo, pero  pudo más la curiosidad y se acercó para constatar con cierta ironía e inocencia: no es original, nada de lo que hay en esta tienda lo es.
      -Salvo usted –contestó Jaime con rapidez mientras posaba sus ojos en la transparente y azulada mirada de ella.
        La mujer no pudo por menos que reír, con una carcajada limpia, clara y honesta. Su tez morena, casi atezada por el sol, contrastaba con sus cabellos largos y rubios, casi blancos. En la comisura de los labios,  al igual que alrededor de sus ojos, se formaron unas insinuantes arrugas que daban mayor vivacidad a aquel rostro. Le hacían más humano, más bello.
       -¿Se ve que entiende usted de arte?
        -No…bueno quizás un poco. Al observarla de lejos me había desconcertado –continuó hablando mientras seguía contemplando la imagen-. Pero estaba claro desde un principio que se trataba de un engaño.
      -¿Engaño? – comentó la mujer sin descomponer la sonrisa- ¿Se ha fijado usted en el precio?
      -Claro, tiene razón –dijo al comprobar la etiqueta-. Discúlpeme empleé mal la palabra. En desagravio tendré que comprarla.   
       Siguieron hablando a medida que recorrían los estantes de la tienda. Fuera porque Jaime hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Fuera porque la primera respuesta que le diera aquel cliente le pareció a ella: inteligente. El caso es que la conversación les llevó al conocimiento y éste a un principio de amistad que se fue afianzando a lo largo de los días que Jaime estuvo en su apartamento de verano. Siguieron viéndose al atardecer cuando ella cerraba la tienda.  Paseaban por la amplia playa las veces que ella se acercó al apartamento, hasta que las noches y el rumor de las olas les envolvía. Se contaron sus vidas .Se amaron.  Ella se llamaba Marina.
      Y ahora Jaime de nuevo estaba allí, asomado hacia el mar. Habían pasado casi quince años desde el día que conoció a Marina. Recordaba las conversaciones con Inés. La chica no quería entender la nueva realidad de su padre por mucho que él le explicara que el recuerdo de su madre, Rosario, era inviolable para él, pero que la vida en ocasiones nos da una segunda oportunidad y que no estaba dispuesto a dejar de estar con Marina. Recordó también cuando su hija le espetó: “No, si terminarás casándote con ella y olvidándonos”. Jaime con seriedad le dijo mientras la abrazaba: “No es ningún capricho de verano. Tengo casi sesenta años y la inmensa suerte de haber amado a tres mujeres…de amar a tres mujeres –rectificó-. La vida es así, Inés. Si me quieres, cosa que no dudo, debieras de desear que fuera feliz”. Fue Carlos quien convenció a su esposa  que su padre tenía todo el derecho del mundo a vivir su vida.
         Más aquella conversación no curó del todo la herida abierta y padre e hija se fueron  distanciando  mientras su relación con aquella mujer que el destino había puesto en su camino se fue consolidando. Durante los meses de verano viajaba cada fin de semana en busca del mar, sin olvidar nunca sus vacaciones estivales. A partir del otoño era Marina quien se iba a vivir al “foro”, como ella decía. Ninguno de los dos podía abandonar su vida a favor del otro. Ambos se hallaban atados a su pasado:  Jaime a su trabajo y a su familia, cuyo alejamiento no podía soportar. El nacimiento de Rosalía, como quiso llamar Inés a su hija, vino a suavizar un tanto aquella situación que  el padre  no entendía. Por su parte Marina vivía de lo que su tienda le producía. La tenía abierta la temporada de verano: de mediados de mayo a los últimos días de septiembre. Hasta conocer a Jaime nunca se había planteado que la vida para ella estuviera fuera de la rutina en que aquélla le había envuelto. Años atrás había conocido el amor, pero  no salió bien y desde entonces vivía para su pequeña tienda, su mar y sus montañas. Jaime había trastocado todo aquello.
        Habían pasado casi quince años, como un soplo, desde que se conocieron. La felicidad estuvo siempre a su lado. Poco necesitaban para entenderse; tan sólo una mirada. Y fue una de aquellas miradas de Marina la que sobresaltó a Jaime. Vio tristeza en sus ojos. Tomó su rostro entre las manos y preguntó: -¿qué ocurre?- No podía engañarle; se conocían demasiado. Le confesó que estaba enferma desde hacía tiempo. Que no se había atrevido a decírselo al principio por temor  y con el paso de los meses porque deseaba ser feliz hasta el último momento.  Que los médicos le habían dado pocos meses de vida.
      Y ahora estaba allí; asomado en la terraza mirando el mar. Ese mar que tanto había amado Marina y donde le había dicho quería reposar: “Esparce mis cenizas junto a las rocas, allá al fondo de la playa; procura que sea al atardecer, me hará recordar lo felices que fuimos en aquel lugar”.
      Jaime sólo esperaba que el sol se ocultase a lo lejos, tras la torre de la iglesia del pueblo para cumplir el último deseo de Marina.”